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-Con un tiro de pistola.
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-¡Imposible!
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-Como lo oyes.
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-¿Y cómo le quedará a usted el bulto con mi mamá; y qué hará cuando los ratones comiencen a caer como llovidos y a comerse sus libros y sus cucarachas?
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-Pues me iré mañana, para evitar incomodidades.
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-No se vaya, don Demóstenes, porque nos hace mucha falta -dijo Marta-, yo le daré mi gato a mi tía.
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Las palabras de las dos amigas lograron por fin aplacar a don Demóstenes. Por la tarde se jugaron dos toros en la plaza y por la noche hubo algunos bailes.
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Dos días después del Corpus, entraba don Demóstenes a su posada y al ir a buscar la mesa para colocar sus insectos, pepas, ramas y flores, sintió esa impresión que todos sentimos al ver desocupado el puesto en que nos habíamos acostumbrado a ver un mueble interesante de la casa; retrocedió lleno de molestia y llamó:
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-¡Caseras!
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-¿Qué? -respondió Manuela desde el fondo de la despensa, en donde se hallaba poniendo en unos canastos unos tantos ramilletes de flores y dos o tres manojos de velas.
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-¿La mesa? -preguntó el alojado con enfado-. ¿Qué mesa?
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-¡Oh! Pues la mesa grande, la mesa de cedro, la mesa que ha entrado como la silla jesuítica en el arrendamiento de la posada.
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-¿Luego no se la llevaron para levantar el trono?
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-¿Qué cuento es ese de trono?
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-Para el velorio, pues.
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-Parece que tú quieres evadir la cuestión con chicanerías; porque te juro a fe de caballero, que yo no sé qué cosa es esa de trono ni de velorio.
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-Ni yo tampoco sé lo que son sus chicanerías.
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-Tú quieres eludir la cuestión principal con atravesar otras cuestiones que no vienen al caso, y, entre tanto, yo sufro una pena verdadera, cargado con todos estos objetos, sin saber dónde se halla la mesa grande para depositarlos, y tú no me respondes sino a medias y sin asomar la cara, contra las reglas más comunes de la buena crianza.
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-Pues tiene que dispensarme por ahora, porque cada prisa trae su despacio.
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-¿Pero existe la mesa grande o no existe?
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-Está donde mi tía, porque se la han llevado para el trono del angelito, en el velorio que se va a hacer esta noche. ¿Ya lo supo?
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-Yo quiero prescindir de todo ese fárrago de palabras; pero ¿dónde están los objetos de historia natural que tenía yo sobre la mesa, en virtud de que estoy pagando el alquiler?
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-¿Qué es eso de historia? ¿Las historias no son los cuentos? ¿Usted tenía cuentos encima de la mesa?
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-Hablo de las plantas y animales que había dejado en la mesa, como el toche disecado, por ejemplo.
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-Ése, ¿no entró el gato blanco y se lo llevó, así que se fue usted con la escopeta para la montaña?
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-¡Caramba! ¿Y quién responde por ese daño?
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-El gato.
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-Como se muera, en virtud del jabón arsenicado, me pagará bien cara la picardía. Y el firigüelo, ¿dónde está?
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-¿Eso tan feo y tan hediondo? ¡Avemaría!
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-¿Ese individuo que constituye un solo género?
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-Se fue al muladar, que es adonde le pertenece, porque la sala estaba que no se podía aguantar. El corazón lo aparté para remedio, y por ahí lo tengo en la cocina.
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-¿Para qué remedio?
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-Para no olvidar; ¿luego usted no lo sabía?
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-¿Cómo?
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-Hecho polvo y haciéndoselo tomar en ayunas, sin que lo sepa, a la persona a quien se le quiere dar.
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-¡Hombre! ¡Lo que se ponen a creer a mediados del siglo XIX!... ¿Y el mico?
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-Adentro lo topa en su alcoba.
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-Es decir que me has hecho una segunda revolución oficial, muy parecida a la que me hiciste el día de mi visita a Clotilde; y ahora me permitirás que te diga que en esto lo que se ha hecho es tratarme con muy poca consideración, y yo he de aguantar de cuenta de ángeles somos; y vengo a preguntar por una cosa que tengo derecho, y se me responde del otro lado de un tabique, y con bravezas.
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-Es que yo tengo una cosa, don Demóstenes, que al son que me tocan bailo, y como usted vino a preguntar la mesa con tanto tono, ¡qué quiere usted!
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-Pero ¿qué quieres? El cansancio y la fatiga de todo un día, trepando y rodando por esas breñas del Botundo, y venir a encontrar estas novedades...
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-Pero usted es tolerante, y tolerancia quiere decir aguantar, según lo que usted mismo nos ha dicho.
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-Pues bien, Manuela; todo lo tolero, menos que tú estés brava, y que no me presentes tus divinos ojos, tu boca dulce y agradable y toda tu presencia encantadora para contemplarte, para darte satisfacciones, si te he ofendido. Pero ¿dónde estás? Déjame ver el iris de tu sonrisa después de la tempestad, quiero ser tan dichoso como los hijos de Noé. ¿Me oyes?
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-Le oigo, pero no le entiendo.
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-Que quiero verte.
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-¿Y qué se suple?
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-Extasiarme contemplando tus formas seductoras, derretirme con el fuego de tus miradas. Lo que está presente es lo que seduce y encanta. De la ausencia o falta de visión dimana muchas veces la inconstancia de que estuvimos hablando ayer.
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Estas últimas palabras las dijo don Demóstenes arrimándose a la despensa, y en el acto exclamó:
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-¡Hola! ¡Conque tú también estabas por aquí!
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-Sí, señor: oyendo y aprendiendo cosas buenas para ir teniendo experiencia; lo que tiene es que yo poco entiendo -contestó Marta.
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-Yo soy el que no entiendo absolutamente eso de 10 velorio, trono y angelito.
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-Pues le diré lo que hay -dijo Manuela-. Se murió mi ahijado, el hijito de mi comadre Pía, y lo vamos a bailar.
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-¿Bailar?
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-Sí, señor; bailar.
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-¿Bailar a un muerto? ¡Vaya una ocurrencia!
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-¿No ve usted que es angelito de cinco meses?
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-¡Y por eso deja de ser un muerto? Esto no sería escandaloso en los siglos medios y en los dominios de los monarcas, ¡pero en el siglo XIX, y en las goteras de una república que se ha dicho que va a la vanguardia! ¡Esto no se puede tolerar!
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-Y tiene que prestarme su ruana colorada, su espejo de afeitar, su colcha y su pañuelo lacre, el que puso usted de bandera el día que se volvió cónsul de la extranjería por librarme de los policías.
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-Lleva todo lo que quieras; ¡pero bailar a un muerto!
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-Y lo cito para un bambuco.
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-¡Mil gracias! Allá iré, no por bailar, sino por sacar algunos apuntamientos para mis artículos de costumbres; porque los artículos de costumbres son el suplemento de la historia de los pueblos.
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-Pues hasta luego, hasta luego -dijeron las dos primas y salieron de la casa, llevando cada una un canasto de útiles para el velorio.
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Ya la noche se había acabado de obscurecer, y al encender don Demóstenes la vela de su alcoba, se halló con un difunto extendido en su cama y cubierto hasta el pecho con sus cobijas.
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Se quedó indeciso por algunos instantes, observando el cadáver, hasta que por último murmuró:
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-¡Ellas fueron! ¡Y ver el disimulo que gastan! No hay duda que estas puertas abiertas a todas horas tienen sus desventajas.
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A este tiempo se reían fuera de la sala Ascensión y Pachita, y hasta la venerable dueña de la casa.
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El difunto era una persona muy conocida de don Demóstenes: era un mono de los más grandes, que estaba disecando desde la víspera. Levantó la sábana y se quedó contemplándolo.
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-He aquí -dijo el naturalista-, la verdadera imagen del hombre. La frente, los ojos y las orejas son las que yo he visto en algunos peones de los trapiches; las orejas cartilaginosas y sin vello, son las de la humanidad en general; las manos se parecen exactamente a las manos enjutas de los empleados, pero no diré nada de las uñas. Las narices son un poco deprimidas; pero no las hay en Bogotá de este género, aunque la naturaleza por otra parte haya tenido el cuidado de sustituir la falta, dándoles a otros picos de yátaros por narices. Y por lo que hace al rabo, Marco Polo y Jorge Juan ¿no aseguran haber visto hombres con rabo? Yo creo que se debe recabar una ley para que los cazadores no maten monos. ¿Por qué no hemos de eliminar la pena de muerte para el allegado del hombre, cuando está eliminada para los hombres?
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Puso la vela sobre el candelero, y metiendo la mano izquierda por debajo de la espalda del mono, lo levantó y colocó sobre su pequeña mesa de ocovo, en donde tenía sus libros, sus manzanas, dulces y sus manuscritos de la semana, a tiempo que sonaban los dobles de las campanas, lo que indicaba que eran las ocho, y se preparó para ir a cumplir con la cita de las dos primas.
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Hizo su traslación con toda pompa, vistiendo ropa de paño y siguiendo a Ayacucho, que iluminaba toda la calle con el farol; doña Patrocinio y Pachita lo llevaban en medio, y detrás iba la servidumbre, Ascensión por parte de las caseras y José por la del alojado.
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Cuando se apareció en la sala del baile Ayacucho llevando el farol, salieron las primas a introducir al bogotano y le pusieron asiento junto de Pía. La sala se pasaba de alumbrada, porque había un túmulo formado de escalones que tenía más de cuarenta velas, y encima, a mucha altura, quedaba el angelito. Los concurrentes eran todos de la clase descalza: había tres jerarquías, la de alpargatas, la de quimbas y la del pie descalzo por entero. De la clase de los calzados no había sino don Demóstenes. En cuanto a los dos partidos allí estaban representados por sus prohombres, o más bien por sus promujeres, porque Sinforiana y su hija Cecilia y la entenada de don Tadeo, ocupaban los principales puestos de la sala. Allí estaba Clímaco el matanero de la parroquia, con toda su familia, y estaban también las hijas de ñor Elías, gente decidida por el partido caído. Don Francisco Novoa pasaba por nebral en esos días, y ñor Elías por capador.
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La música ejecutaba el torbellino en los tiples, las guacharacas y la carraca, y un dúo de chuchos, que también llaman alfandoques.
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Rosa de Malabrigo era la que bailaba y se hacía notable, tanto por la soltura de su cuerpo, como por la sombra densa de sus cejas especiales. Ñor Dimas era su pareja. La aureola brillante del placer reverberaba en su rostro de medio siglo, y la actividad de todos sus movimientos daba muestras inequívocas de que estaba sumamente poseída de las inspiraciones del baile. Tenía el sombrero levantado de adelante, la camiseta atravesada y echada sobre los hombros; las piernas un poco encogidas, y hacía sonar fuertemente las quimbas contra la tierra al compás de las guacharacas y la tambora. A ñor Dimas lo sustituyó 11 Dámaso, y Manuela a Rosa, y luego Cecilia a Manuela.
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Tal vez hizo mal Cecilia en presentarse al teatro en aquellas horas en que sus miradas y sus sonrisas eran examinadas por Manuela y por la señora Sinforiana de las Mercedes, y por todos los individuos del partido de don Tadeo Forero; pero el hecho es que Cecilia bailó muy a gusto, según la sonrisa de sus labios y las placenteras miradas de sus ojos hermosos. Manuela no estaba contenta ni lo estaba tampoco la madre de Cecilia, y para eso que se tardaron un cuarto de hora en relevarlos. Manuela tuvo el acierto de reprimir sus celos; no así la señora Sinforiana, la cual reconvino a su hija delante de los partidos. Fueron saliendo otras parejas a la escena, sin quedar una sola persona que no bailase. Ascensión 12 y José bailaron juntos.
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Don Demóstenes se hallaba sentado en un taburete de tijera, de una cuarta de alto, al lado izquierdo de Pía, y allí le trajeron Marta y Manuela un plato con una copita de mistela de azafrán, acompañada con batidos y mantecadas. Probó don Demóstenes la mistela y cogió en la mano una mantecada; pero fueron tantas las instancias de las dos primas, que tuvo que tomarse toda la copita; y en seguida, con la mantecada en la mano, de la cual mordió muy poca cantidad, dijo a Pía:
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-Yo te compadezco, porque sé que no hay dolor como el de la pobre que pierde su hijo.
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-¡Dios se lo pague, señor don Demóstenes! Yo sé que usted es un rico muy caritativo con los pobres.
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-De lo que estoy admirado es de ver que tú permitas ese desorden.
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-¡Qué desorden, don Demóstenes?
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-¡El baile! ¿No sabes que todo tiene su lugar conforme a las circunstancias? En el templo se reza y se exhiben los misterios del dogma y de la fe; en el teatro se exhiben los cuadros del amor con sus personajes de ninfas, diosas, galanes y damas; en el baile se exhibe la pantomima del amor por los movimientos ligeros y acompasados, así como en el cementerio nos humillamos delante de las reliquias de los muertos con el respeto más profundo. Pero si se cambian los teatros, se profanan, se insultan, se pervierte todo. ¿Qué dirías tú de ver representar en la iglesia el entremés del tío o la tía; o de ver representar en el coliseo el drama de la pasión de Cristo? ¿Y qué se podrá decir de este baile profano delante de los restos sacrosantos de un individuo de la especie humana? ¿Y de un hijo, Pía, de un hijo que ha costado desvelos, sufrimientos y dolores? ¿De un hijo, que es el epílogo del amor?
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-¿Pero no ve usted que es un angelito de cinco meses que había nacido para el cielo, y que se ha ido al cielo, sin arriesgar el alma y sin pasar trabajos en el mundo?
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-¿Es decir que te has alegrado?
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-Eso no, porque he llorado como pocas; pero me he conformado con que se haya ido al cielo el hijo de mis entrañas.
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-¡Pero bailar! ¡Bailar!
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-Para que no pene la criatura de Dios.
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-¿Cómo es eso?
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-Porque si no se baila, dilata en entrar al cielo.
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-¿Éstas tenemos! ¡En las goteras de una república que marcha a la vanguardia y en la mitad del siglo XIX?
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-Y supuesto que Dios se acordó de Josesito, ¡mejor es que se haya quitado de padecer trabajos, y a como está el tiempo de ahora! El día que yo hubiera visto a Josesito preso por no tener con que pagar el tributo de la contribución, o amarrado para ir a la guerra, contra su gusto, yo no sé qué hubiera hecho, don Demóstenes, y por esa parte sí me conformo con que se haya muerto chiquito.
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-¡Hombre! Ni las vacas; porque ellas braman y rebuscan y se muestran inconsolables por la muerte de un hijo, con ser que son animales.
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-Por lo mismo, porque si ellas pensaran en todo los trabajos que al ternero se le preparan bailarían de gusto. Ojalá que yo me hubiera muerto de la misma edad de Josesito -añadió, tratando de disimular el llanto que la ahogaba.
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-¿Y tu misión en el mundo?
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-¿Mi comadre no le ha contado algo? ¿Conque no hacen bien en bailar estas buenas gentes por la muerte de Josesito?
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-¡Pobre Pía! Si cada cual habla del baile como le va en él, tienes razón de quejarte a las piedras; pero la sociedad no es un trapiche, ni todos los mayordomos desnaturalizados con las arrendentarias como el mayordomo del Retiro. Y volviendo a tu hijo, la pérdida es infinita, porque pudo haber sido el apoyo de tu vejez.
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-¡Que se haga la voluntad de Dios! -dijo Pía y se limpió los ojos.
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La música seguía con todo vigor, en especial la carraca, que no cesaba un solo momento: era un cuadro que merecía un pincel por separado, la figura de ñor Elías agachado, pegándole al suelo con la carraca, sin dejar apagar la churumbela y sin alzar a mirar a la gente, embriagado con la dulce filarmonía de su instrumento, o quién sabe si afligido por los negocios políticos, pues aunque él contaba con la fidelidad de su compadre para su secreto de la carta de don Tadeo, su conciencia no estaría muy tranquila, después de haber traicionado a su partido.
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Marta y Manuela se habían salido al corredor y estaban apoyadas en la baranda, cuando sintieron a don Demóstenes y le hicieron campo.
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-Yo no me había figurado -les dijo el bogotano-, que las preocupaciones humanas llegasen al extremo de profanar la tumba; pero lo estoy viendo con mis propios ojos, y no puedo revocarlo a duda. Los salvajes del Orinoco respetan las cenizas de los muertos sin atender a las edades, y sólo estaba reservado a los católicos de la Nueva Granada cometer un acto de barbarie como el que ustedes mismas han perpetrado. El fanatismo es la única cosa que puede disculparlas a ustedes; el fanatismo que ha empujado a los hombres hasta cometer los mayores crímenes. Lo que ustedes llaman trono no es sino la tumba, y se ríen y se divierten...
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-Y usted tiene también un muerto en su alcoba dijo Marta, riéndose como siempre, entre tanto que Manuela sacaba del seno un tabaco muy perfumado de vainilla para darle a don Demóstenes.
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-¿Conque ustedes fueron?
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-¿Qué cosa? -dijo Marta.
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