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-A nosotros nos oyen cada ocho días, y, se lo diré sin vanidad, nos creen... ¿Le queda a usted duda de que nosotros hemos tomado la iniciativa, y de que hemos conseguido mucho?
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-Por lo menos nuestro fin es el mismo, la mejora le la sociedad; no hay sino que el método de ustedes es tan sumamente lento; pues llevan cerca de dos mil años, y nosotros concebimos una reforma, y ¡zis! ¡zas! la publicamos, y la planteamos, si no nos la tuercen nuestros contrarios. De todo esto deberíamos deducir que gólgotas y sacerdotes católicos somos una cosa parecida. Y que no le quede duda, señor cura; todo esto que nosotros predicamos y escribimos de abolición de monopolios, de división de los grandes terrenos, de igualdad fraternal, de trabas a los ricos, de aliviar al menesteroso con lo sobrante del avaro, todo esto no es otra cosa que la doctrina predicada en el Gólgota; no es otra cosa que el Catolicismo. Conque hágase gólgota por entero, señor cura.
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-Tal vez sí es la misma cosa, señor; pero esto que publican ustedes en sus periódicos sobre el matrimonio sobre el Papa, sobre el goce de los placeres...
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-Éstas son opiniones y usted debe atender al corazón y a la doctrina. En el corazón de un gólgota encuentra usted franqueza, desinterés, verdad, y sobre todo la chispa de la libertad como la inspiración de la divinidad misma. Nosotros, los gólgotas, no decimos libertad de sufragio para trastornar elecciones por la violencia; nosotros no decimos libertad absoluta de la imprenta para fraguar revoluciones, que no son justificables sino donde no hay imprenta libre ni sufragio; nosotros no hablamos de fraternidad para aterrar, violentar y subyugar. Nosotros somos consecuentes con nuestros principios.
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-Estamos tocándonos en muchos puntos, ¿no es verdad?
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-Fraternicemos, señor. ¿Usted quiere votar?... vote por mi candidato.
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-Que es.....
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-El candidato radical.
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-O vote usted por el mío, señor don Demóstenes.
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-¿El conservador?... ¡Imposible!
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-¿Y cómo iba yo a votar por otro, con todos los precedentes contra la Iglesia?
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-¿Y nos hará usted la guerra por el púlpito? ¡Eso no, señor! sobre una mesa en la mitad de la plaza, si usted arenga sobre candidatura, arengaré yo después, con la constitución en una mano y el Evangelio en otra.
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-Pues no, señor cura: por mí no tenga usted cuidado. Lo que debemos es poner los ojos en gente buena, para que haga la dicha de la patria... y hablando de otra cosa, ¿no le parece a usted bueno que escribiéramos un artículo contra las autoridades de esta parroquia, que han descuidado tanto la cosa pública? ¡Qué caminos! Llegué a Mal-Abrigo descuartizado, y con una contusión a causa de que se atolló la mula conmigo entre unas palizadas sembradas entre el barro.
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-¡Lo siento mucho! señor don Demóstenes.
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-¡La posada sobre todo! Una barbacoa dispareja y cundida de chiribicos... ¡Oh, si no hubiera sido por Rosa!... Y la cena... Gracias a Rosa, que me aderezo por allí unas tostadas... ¡Mucho me acordé de mis posadas de los Estados Unidos, señor Cura!
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-¿No será mejor denunciar a la vergüenza pública a nuestros legisladores, a los tribunos, a los jefes de escuelas sociales, a nuestros políticos en general, por tener el país en postración, a pesar de las loas de progreso, estando pisando los metales preciosos, y tantas fuentes de riqueza, y llevando ya cuarenta años de libertad?
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-Pero las posadas, señor Cura. Hay que darles un impulso. Yo le mostraré unos planos y vistas de algunas posadas de los Estados Unidos... ¿pero, qué quiere usted?... ¡la República modelo!...
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-Es cierto, señor, ¡la República modelo!...
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-Y a propósito de posadas, lo que sí me gustó fue una decoración de mi posada, de un género romántico en grado superlativo: una portada de arrayán y flores y la armazón de la cama cubierta de la misma graciosa invención: es una idea muy pastoril.
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-Eso lo usan mis feligreses de las estancias, cuando se administran los sacramentos a los moribundos, así como es costumbre en Bogotá regar de flores las puertas y el zaguán.
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-¿Moribundos?, exclamó don Demóstenes con algún sobresalto.
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-Fue que en esa cama murió en estos días el padrastro de Rosa, y allí lo confesé yo; murió de la enfermedad que ellos llaman la reuma gálica .
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-Con razón... exclamó don Demóstenes... pero en fin, con un buen articulito... está compuesto todo... ya verá usted.
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La señora Patrocinio entró a este tiempo, y les interrumpió para dar al señor Cura el recado siguiente:
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-Manuela le pregunta qué día será la fiesta.
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-Dígale usted que el domingo siguiente a san Juan... y ¿por qué quiere saberlo?
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-¡Ave María! ¡señor cura! si esa niña no duerme, pensando en la pila que le tocó en el reparto de la fiesta de la iglesia, desde que supo que la Cecilia compone la otra. Dice que ella no se va a dejar vencer por su contraria.
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Reparando entonces don Demóstenes una bellísima flor encarnada entre las que el señor Cura traía del campo, le dijo:
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-¡Qué hermosura! ¿qué flor es ésa?
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-Es pasiflora, y se encuentra en los temperamentos le 70 grados de Farenheit, en bosques no muy altos ni cerrados, y en terrenos poco gredosos por lo común.
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-A mí me gusta la botánica, dijo don Demóstenes; pero no tengo lecciones prácticas.
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-¡Oh, señor! la teoría sin la práctica, es como un libro en idioma extraño, que uno no haya aprendido, que dice cosas buenas, pero ahí se quedan. Yo soy aficionado, y sé donde se encuentran muchas plantas curiosas... ¡Qué recurso es para un pobre cura un ramo de las ciencias naturales! Y no sé como no ha caído en la cuenta el señor Arzobispo... Así es que si usted gusta, haremos nuestras excursiones juntos.
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-Mil gracias, señor Cura.
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-Y tengo ajedrez y tablero de damas para que juguemos cuando usted guste, que será por la noche, porque en el día no se puede.
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No sólo aceptó don Demóstenes las ofertas, sino que bendijo la ocasión de encontrar una visita segura para los días de su permanencia en la parroquia. Se despidieron los dos personajes con disposiciones muy fraternales, como era de esperarse en aquellas circunstancias 1 .
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No hay pasión que tenga más alternativas ni peripecias que la de la caza. ¡Qué singularidades no encuentra el cazador en los bosques, en las pampas, a orillas de los arroyos, al pie de los peñascos y entre las grutas escondidas! La cornamenta de un venado puesta en los pilares de un corredor; el ave que adorna la mesa de un tirador de escopeta; la sarta de cráneos puesta en la choza de un calentano cazador de cafuches, ¿no son la historia de las más singulares aventuras?
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Pero ninguno, exceptuando el iniciado en los misterios de la profesión, conoce aquellos momentos de abatimiento en que regresa el cazador con armas al hombro, triste por la esperanza burlada, después de tantas fatigas invertidas, de tantos goces malogrados en la infausta jornada. Como si cruzase entre los sauces del cementerio de Bogotá, andaba don Demóstenes entre los lindes y los michúes obscurecidos en parte por las bejucadas de carare y tocayá, siguiendo una trocha de madereros, en busca de cualquier ave aunque fuera un firigüelo , cuando llegó a sus oídos un canto del lado de la quebrada. Aunque la voz no era de los pájaros que buscaba, le llamó la atención; y con mil trabajos y agazapándose como el gato que se apronta para saltar sobre el incauto pajarillo, atravesó el enmarañado bosque hasta que se puso en un punto donde pudo ver perfectamente el ave que cantaba. Vio que era una joven lavandera que divertía su soledad, soltando sus pensamientos y su voz, mientras concluía su tarea. Los pies desnudos entre el agua, el pelo suelto, y cubierta con unas enaguas de fula azul que bajaban desde los hombros hasta las rodillas (traje que en los valles del Magdalena y en los del bajo Bogotá se llama chingado ) y el cuerpo doblado para sumergir la ropa entre el agua; tal era el espectáculo que divisó don Demóstenes desde su rústico observatorio.
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Los golpes del lavadero y la tonada del bambuco que despertaban los ecos del monte, causaron tal impresión en el aburrido cazador, que se quedó electrizado oyendo estos versos, acompañados por los golpes:
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El sitio era pintoresco, y se había acercado el cazador todo lo necesario para observarlo bien. Las ondas azules matizadas por la espuma de jabón, como el cielo por las estrellas, en una noche de diciembre, se movían en arcos paralelos desde el lavadero hasta la barranca, de la cual colgaban verdes helechos. Se veían las sombras de las tupidas guaduas que circundaban el charco, con sus cogollos atados por las bejucadas de gulupas y nechas, cuyas frutas y flores; colgaban prendidas de sus largos pedúnculos como lamparillas de iglesia en tiempo de aguinaldos.
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Extático se hallaba don Demóstenes, y aunque tan adicto a la cacería, no se resolvió a hacer fuego sobre dos guacamayas, que por la caída de las frutas se hicieron sentir sobre el racimo de una de las cuatro palmas que con sus arqueadas hojas formaban la cúpula de aquel soberbio templo de la naturaleza.
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Don Demóstenes hubiera tenido tiempo hasta de dibujar el cuadro entero en su cartera; parecía que era en el alma que quería grabarlo, porque los instantes se le pasaban mirándolo, sin sentir el jején ni los voraces zancudos. Por otra parte lo tenía indeciso el miedo de hacerla huir o avergonzarse por razón del traje tan de confianza que llevaba. Sin embargo, la indecisión termino por una tomineja, que cruzó haciendo levantar los ojos dulces, negros y afables de la joven, que estaban en consonancia con los demás atractivos de su rostro. Mas el cazador tuvo la dicha de notar que su presencia no era molesta. Se acercó cuanto pudo, y como la urbanidad lo requería, tuvo que saludarla.
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-¿Qué haces, preciosa negra?
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-Lavando, ¿no me ve? le contestó ella con muy afable tranquilidad;... ¿y usted?
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-Cazando.
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-¿Y las aves?
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-La suerte no me ha favorecido hoy, pues la guacharaca que maté se me ha ocultado, como si la tierra se la hubiese comido.
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-Pues se busca hasta ver.
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-¡Cuando Ayacucho no pudo!... Yo me vine porque ya no había ni esperanzas.
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-El cazador y el enamorado no pierden nunca las esperanzas.
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-¿Y tú sabes de eso?
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-Por lo que uno oye a ratos a los demás.
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-¿No has querido, pues, a ninguno de estas tierras?
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-Ni menos de otras; porque como dice la canta:
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-Bien picarona que serás tú... y ¿dónde vives?
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-Con usted.
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-¿Conmigo?... ¡Sería una dicha!
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-¿Y qué se suple, aun cuando así sea?
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-¡Oh! sería mi mayor fortuna.
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-¿Luego usted no es el bogotano que está posado en mi casa?
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-No te he visto allí... y ¿cómo te llamas?
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-Manuela, una criada suya.
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-Soy quien debe servir... Estoy recordando haber oído tu nombre en un baile de la parroquia, y aun haber visto tu sombra, tu bulto, tu semejanza, o no sé cómo diga, allá entre la oscuridad, entre las nubes del polvo y el humo de los cigarros; pero en la casa no recuerdo haberte visto en los cuatro días que hace que estoy en la parroquia.
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-Es porque he estado muy ocupada en la cocina... y ¿sabe?... vergüenza que le cogí desde el domingo a la madrugada.
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-¿A la madrugada?... ¿Qué hubo a la madrugada?
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-¡Ave María! ¡que tuve tanto susto cuando di contra su hamaca!... y tan cosquillosa como soy yo ¿Qué pensó usted que era?
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-Yo estaba dormido; sentí el estrujón en efecto, y como percibí las ondulaciones de la ropa, creí que sería algún huésped perdido de su cama; o alguna lechuza que huyéndole al día se encaminaba para su guarida.
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-¡Válgame!
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-Hoy me alegro de conocerte para darte las gracias por tus cuidados en los días que he estado en tu casa... y ahora, sabiendo que tus manos...
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-¿Lavan la ropa?
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-Pues, francamente, es por lo que menos, pues yo no soy del parecer de Napoleón, que decía que la ropa sucia no se debía lavar afuera, sino que me parece que se debe dar a lavar muy lejos, y creo que tú no debes ocuparte de ella. Me bastan tus cuidados, me basta que tus preciosas manos se ocupen de mi mesa; yo lo que deseo es tu amistad...
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-¿Y luego su catira que tiene en Bogotá?
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-¿Yo?
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-¡Ni nada!... catira , y con un lunar sobre el labio izquierdo, que le pega como trago en día de san Juan. ¿Has ido a Bogotá por acaso?
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-¡Ni soñando!
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-¿Ella ha venido?
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-Con el pensamiento, quizás.
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-¿Te han magnetizado?
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-¿Pero quién? Cuando don Alcibíades trajo esa imprenta a la parroquia, yo no me dejé; con Marta no logró sino dormirla, y eso cuando no había nadie mirando. Puede ser que a misia Juanita, la de la Soledad, la hubiera magnetizado; yo no supe por fin. Buen cachaco que era don Alcibíades, mejorando lo presente; aunque ingrato, según dicen.
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-Hay, pues, un misterio entre manos.
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-Pues adivine.
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-Me doy por vencido, Manuela.
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-¿Se da por vencido y por corrido?
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-Todo, todo, Manuela: lo que quiero es que me saques de la duda cuanto antes.
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-¡Pues vea!, le dijo entonces la lavandera, señalándole un retrato en miniatura.
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-¡Qué gracia!... En el bolsillo lo encontrarías, entre mi cartera.
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-Y un escudito: tómelo... y vi una trencita de pelo catire, y una cintica y otras cositas.
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-Un descuido del indio; pero ya me la pagará. Suponte, ¡echar la ropa sin registrar los bolsillos!... así es que si tú fueras otra...
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Mientras que don Demóstenes acomodaba otra vez el retrato dentro de la cartera, se hundió Manuela de un brinco en el charco para salir en la otra orilla, botando un buche de agua, y golpeando las ondas cristalinas con sus manos preciosas.
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-¿Y usted no se baña? dijo a su huésped; está el agua muy sabrosa 2 .
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-Muchas gracias, Manuela: estoy sumamente agitado.
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-¡Es mucha lástima!
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-Pero allá mando mi repuesto, le dijo don Demóstenes, haciendo consumir en el charco al tremendo Ayacucho, sólo con botarle una piedra después de haber escupido en ella.
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-Eso la hago yo también, dijo Manuela, con aire de, burla... Eche el escudo y lo verá usted.
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-¿Lo sacas?
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-¿No le digo?... Pero coja su perro, no vaya y se eche al pozo. ¡Huy, tan lanetas!...
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Don Demóstenes cogió el perro con su pañuelo de seda, y en el acto se consumió Manuela en las aguas, para volver al cabo de dos minutos, mostrando el escudo en su boca, como el cuervo, que en las amarillentas aguas del Funza clava la cabeza y se hunde para reaparecer río abajo, mostrando el pescado que acaba de prender; y, nadando hacia la orilla, se fue a entregárselo a su dueño, que tuvo a bien regalárselo por la gracia que en su presencia acababa de hacer.
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Pero lo que don Demóstenes admiró más de su linda caserita, fue la prisa con que se vistió al lado de una piedra, pues cuando menos acordó, ya estaba atándose las enaguas; bien es que todo su vestido constaba de unas enaguas de cintura hechas de bogotana, y de otras azules de fula igualmente de cintura; de una camisa de percal fino, de un pañolón encarnado que ella se puso por debajo de su negro y rizado pelo, con los hombros a medio cubrir. Roció las piezas de ropa que dejaba enjabonadas, y cogiendo en la mano una gran totuma con el jabón y los peines, dijo a su huésped:
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-¿Nos vamos?
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-¿Juntos?, le respondió él, con más contento que admiración, por cierto.
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-¿Yeso que le hace?... Sola, o acompañada nadie me ha comido hasta el presente.
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