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-¿Y lo que dirán en la parroquia de verte ir de los montes con un cachaco?
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-¿Allá en su Bogotá no van acompañadas las niñas que vuelven del río de lavar o de bañarse?
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-No, Manuela, ellas no van al río, sino las peonas que llaman lavanderas.
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-¿Y las señoras no van a bañarse?
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-Se bañan en sus paseos de familia, sin que al tiempo de estar en el pozo o río, se acerque hombre ninguno; otras se bañan en sus casas. Ni creas que una señorita salga sola sino hasta después de casada.
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-¡Conque al revés de nosotras, que solteras tenemos la calle por nuestra, y el camino, y el monte, y los bailes, y cuanto hay; y después de casadas, nos ajustan la soga!
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-¡Oh! ¡las costumbres que varían tanto, según lo estoy viendo!... ¡Cuándo en Bogotá caminábamos los dos así viniendo del río de San Agustín o del Arzobispo!
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-Es decir que cuando yo vaya allá, ¿no saldremos juntos a la calle?
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-Pues tal vez no, Manuela.
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-¿Y sale usted con una señorita?
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-Con una señorita y la familia, sí; pero con la señorita sola, no. Ahora con una parienta, con una señora casada, sí es admitido en nuestra sociedad. Pero en los Estados Unidos puede un galán llevar en un carruaje a una señorita sola. Yo me acuerdo de haber llevado una señorita al teatro, y haberla devuelto otra vez a su casa, con tanta confianza como si hubiera sido, mi hermana.
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-De todo esto lo que sacamos en limpio, dijo Manuela, es que usted en Bogotá no andará conmigo, y tal vez ni aun hablará conmigo.
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-La sociedad, Manuela, la sociedad nos impone sus duras leyes; el alto tono, que con una línea separa dos partidos distintos por sus códigos aristocráticos.
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-Es decir que usted quiere estar bien con las gentes de alto tono, y con nosotras las de bajo tono; ¿y yo no puedo ni aún hablar con usted delante de la gente de tono?
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-Ni sé qué te diga.
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-Pues me alegro de saberlo, porque desde ahora, debemos tratarnos en la parroquia, como nos trataremos en Bogotá; y usted no debe tratarnos a las muchachas aquí, para no tener vergüenza en Bogotá, porque como dice el dicho, cada oveja con su pareja.
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-Eso sería intolerancia, Manuela.
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-Yo no sé de intolerancias: lo que creo es que la plata es la que hace que ustedes puedan rozarse con todas nosotras cuando nos necesitan, y que nosotras las pobres sólo cuando ustedes nos lo permitan, y se les dé la gana.
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El camino por donde tenían que andar Manuela y su compañero, era estrecho, ya por las piedras, ya por algunos troncos de palos gruesos. Don Demóstenes con toda la galantería del alto tono, instaba a su casera que siguiera adelante.
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-Ni lo piense, le decía ella, manteniéndose parada con la mano en la cintura.
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-Es el uso, Manuela: para entrar al comedor, o las salas, para pasar un estrecho que no da cabida más que para uno solo, la señora ha de ir adelante. Y al caballero, lo mismo, hay que comprometerlo a que siga adelante en señal de atención. ¡Si vieras tú las disputas que se ocasionan! ¡Hay veces que la comida se enfría, mientras que en la puerta se pelea por no entrar primero!
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-Pues aquí es al revés, a lo menos en esto de ir adelante en las angosturas y en todos los caminos de montaña. El hombre va adelante, y con su palo o su cuchillo, aparta la rama, o la culebra venenosa; y en los puentecitos se asegura si están firmes o no están; la mujer va detrás escotera o con su maleta, con el muchacho cargado entre una mochila. Ni tampoco les consentimos el que vayan detrás, porque casi siempre hay rocío o barriales, y según el uso de las trapicheras, vamos alzando la ropa con una mano adelante por no ensuciarla; o tal vez porque el uso nos agrada, porque según me han contado hay pueblos en que ninguna se alza la ropa aunque se embarre hasta el tobillo, y si mal no me acuerdo, Ambalema es uno de ellos.
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-¿Conque no sigues adelante?
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-¿No le digo que no?
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Tal vez no era un punto de política lo que hacía porfiar a don Demóstenes por ir detrás, sino por ver caminar a Manuela, que tenía gentileza en su andar, belleza en su cintura y formas, que a favor de su escasa ropa se dejaban percibir como eran, como Dios las había hecho.
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Pasaban por debajo de un elevadísimo cámbulo, que, en cierto mes del verano, cambia de la noche al día su color verde por colorado de fuego, sustituyéndose los ramos de hojas por ramos tupidísimos de flores, no quedando más puntos verdes que las brillantes tominejas, que como esmeraldas flotantes revolotean en el afán de extraer con su fino pico la miel de cada una de dichas flores. En un gajo reposaba un pájaro, mayor que una paloma, blanco por debajo, y con las puntas de las alas pardas, de una cabeza enorme y de pico corvo y pequeño. Iba a tirarle don Demóstenes, pero Manuela le bajó el brazo, diciéndole con precipitación:
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-¡Es pecado!
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-¡Cómo!
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-Porque se come las culebras. Vea más adelante el nido. ¿Pues sabe que cada vez que trae que comer a sus hijitos es una culebra? y en seguida se para en ese gajo y canta ese ¡cao! ¡cao! ¡cao! tan seguido que usted habrá oído.
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-¡La naturaleza es tan sabia!... En efecto, se haría un mal a la sociedad matando ese bravo exterminador de los reptiles venenosos.
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-¿No le digo que es pecado?
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-¡Pero presentarme con las manos vacías es una vergüenza grande! La fortuna que nadie nos ve... ¡es un lugar tan corto la parroquia!
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-¿No dicen que en los lugares cortos es donde se repara todo?
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-También es cierto, Manuela, Bogotá es una montaña donde cada uno anda como quiere, y sin que nadie lo repare.
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-Pero andando uno bien, ¿qué hay con que sus pagos sean vistos de todos?
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-Dices bien, Manuela.
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Así conversando, entró el cazador en la calle de la parroquia sin llevar ni un pajarito de los más comunes. Era día de trabajo, y no se veía más gente que un hombre de ruana colorada, parado en su puerta tajando una pluma, sin mirar a parte ninguna.
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-¿Quién es ese literato?, preguntó don Demóstenes a su honrada lavandera.
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-El viejo Tadeo, la cócora de todos nosotros.
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-¿Cómo?
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-Que es el que más sabe aquí; y al que coge entre ojos se lo come crudo en menos que se lo digo.
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-A los tontos, quizá.
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-¿Sí?... Ya veremos.
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-¿Veremos?... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!
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-Pues descuídese, y no le ande con muchas atenciones, y verá hasta donde le da el agua... A mí me tiene aburrida ese viejo: yo le contaré eso despacio. ¿No lo ve que se parece al gato colorado de casa?
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Don Demóstenes entró, sonriendo, en la posada.
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Don Demóstenes se había quedado esperando la explosión del Retiro, como el cantero que en las minas echa taladro, pisa el saco, y prende luego la mecha. Veamos, pues, qué cosa es el Retiro. La explosión que esperaba era la contestación de una carta, según lo verá el que se tomo el trabajo de leer este capítulo.
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El Retiro es un trapiche que está metido en las quiebras de un terreno montuoso, al cual no se llega impunemente, como decía Calipso de su isla, porque está fortificado, especialmente en el invierno, con fosos llenos de barro y con angosturas y bejucadas. La obra principal se llama ramada, y es un cuerpo de edificio ancho muy prolongado, y sin más paredes que los estantillos o bastiones, la cual abriga la máquina de exprimir la caña, las hornillas, y los cuerpos humanos, que en ocasiones amanecen por allí botados, cuando la molienda es apurada en extremo.
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Los contornos de esta fábrica del Retiro harían reventar de pena el corazón de un radical, porque los grupos del bagazo, el tizne de la humareda, la palidez de los peones, el sueño, la lentitud y la desdicha, no muestran allí sino el más alto desprecio de la humanidad. Las tres razas, a saber, la africana, la española y la india, con sus variedades, se encuentran allí confundidas por el tizne, la cachaza, los herpes y la miseria, de tal manera, que no son discernibles ¡ni aun por un norteamericano!, que es cuanto pudiera decirse, tal es la degradación de los proletarios del trapiche del Retiro.
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Pero un diamante resplandecía en aquel sitio de miserias y desdichas, y era la señorita Clotilde, que se había puesto al frente de los negocios domésticos, desde que su delicada madre no pudo resistir a las malas influencias de los mismas, de la soledad y de las plagas de los trapiches. El corazón de Clotilde no se había encallecido con la frecuente vista de los molidos en el trapiche, ni de los quemados en los calderos, ni de los cuadros de estúpido libertinaje, que se tienen como un mal necesario. Por el contrario, sus lágrimas rodaban sobre la lepra, y se oían sus tiernos suspiros al racionar a la joven que, separada de su madre para sacar su tarea de trapiche, dormía sobre el bagazo entre la brutal peonada.
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Pero no era sobre las aras de la plata que don Blas, el tierno padre de Clotilde, hacía el sacrificio de su hija. Era que no había encontrado quien le administrase su hacienda, aun cuando ofrecía la tercera parte de las ganancias, porque él conocía que, pagando una miseria, no se encuentra administrador para un trapiche.
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La señorita vivía sin amigas ni trato humano, porque las arrendatarias habían sido educadas en el seminario del trapiche, que es como criarse en los cuarteles; pero contaba con una vecina a legua y media de distancia, que era su único consuelo. Era Juanita, la hija de don Cosme, el dueño del trapiche de nuestra Señora de la Soledad, el cual, aunque de distinta opinión que don Blas, conservaba con éste regular armonía y se visitaban cada tres o cuatro meses, cuando sus negocios lo requerían. La señora Juanita, a pesar de sus sufrimientos de nervios y del corazón, era hermosa y de facciones muy agradables, aunque sombreada constantemente por las huellas del dolor.
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La huerta y las aves, el baño y algunas veces la lectura, eran el alivio de Clotilde en las horas desocupadas; pero hacía tres días que ni aun el cuidado de los árboles le gustaba. Unos toches que estaba criando con esmero; las criadas y hasta las trapicheras habían notado la displicencia con que su señora lo miraba todo. Era la causa de esto una carta que había recibido de la parroquia.
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Juanita era su paño de lágrimas, como decía la misma Clotilde, y en consecuencia, se resolvió a escribirle una esquela que decía:
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«Mi querida Juanita: Necesito que me vuelvas una visita que me debes. Me ha sucedido una cosa de tanta gravedad que ni aun confiarla puedo al sigilo de una carta. Tengo aflicción, incertidumbre, miedo... no sé. Ven corriendo al consuelo de mi afligido corazón. Di que estoy mala. ¡No dejes de venir por cuanto hay en el mundo! Yo te contaré, Juanita.
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Tu amiga, CLOTILDE.»
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A las once del día siguiente se presentó Juanita en el Retiro con su acostumbrado traje negro, todo salpicado de barro, y su velillo despedazado por las chamizadas que embarazan el camino. La acompañaban su padre y uno de sus hermanos. Los cariños y los abrazos de la primera vista sería imposible describirlos; baste decir que las lágrimas vinieron en refuerzo de tan excesiva alegría.
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-¿Conque qué ha sido?, preguntó Juanita a su vecina, cuando ya estuvieron en su cuarto.
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-Perdóname, Juanita, tú sabes que en estos desiertos no tengo más consuelo que tu amistad.
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-Por supuesto, Clotilde; ¿pero qué es?
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-Una cosa muy grave.
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-¿Alguna enfermedad?.... Y se me pone que es en el corazón.
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-¡No seas tonta!
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-¿Por fin asomó fuego a la cumbre del frío Tolima?
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-¡Por fin!...
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-¡Entonces no te digo nada!
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-Dí, dí cualquiera cosa que sea, que puede suceder que yo te consuele.
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-Una carta: ¿me lo crees?
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-¿De don Narciso?
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-Él no me ha vuelto a decir nada... ni aun ha venido en las dos semanas pasadas.
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-¿Y entonces?
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-Un señor que está en la parroquia.
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-Ya lo sabía yo, porque una arrendataria me lo dijo, y hasta sabía que te echó flores.
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-Cuando llegamos a desmontarnos en casa de Manuela, lo encontramos allí posado. Mal hecho de doña Patrocinio, ¿no te parece?
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-Pero allí posó también Alcibíades... Manuela es muy formal: les oye y coquetea; pero de allí no pasa. ¡Pero la carta, la carta!
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-Vamos a la huerta para leerla más a gusto.
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Al entrar no más, encontraron un camino de hormigas de a cuarta de ancho, y a otros pasos, el esqueleto de un naranjo dejó suspensa a Clotilde.
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-¡Qué fuerza de destrucción!, exclamó juntando las manos, con el más compasivo ademán. Hace dos días que este naranjo ostentaba en sus hojas y flores más vida que una muchacha a los quince. Lo que es la unión, el plan y la constancia, ¿no, Juanita?
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-¡Ojalá que estos bichos no fueran tan constantes!... ¿No les has hecho remedio?
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-¡Pu!... Papá les ha dado píldoras de antimonio, les ha quemado azufre, les ha pisado las bocas de los hormigueros, y les ha hecho todo lo que los periódicos han aconsejado; pero ellas no se han dado por notificadas. Yo sólo he visto acabarse un hormiguero cavándolo, y quemando las hormigas una por una.
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-Pero la carta...
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-Vamos a sentarnos debajo de los pomarrosos, que son más tupidos que los mangos.
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Así que las dos amigas se sentaron en un sitio obscurecido por la densa ramazón de los árboles, oyó Juanita leer lo siguiente:
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«Parroquia de... Junio 8 de 1856.
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«Desde el domingo, día en que tuve la dicha de conocer a usted, no he cesado de admirar las perfecciones que la adornan: esto es un deber. Lo que es divino tiene que arrastrar el culto de los humanos. La dicha de acercarse a usted y de poder tributarle homenajes, es cuanto un mortal puede apetecer.
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La amistad de usted sería la felicidad suprema para el más rendido servidor de usted. -D.»
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-¿Qué te parece?, preguntó Clotilde a su bella amiga.
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-Que no es nada.
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-¿Cómo?
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-¡Nada, nada!... ¡Si vieras las cartas de Alcibíades! ¡Eso sí que es puro fuego! ¡Eso sí es hablar al corazón! Pero ésta no da ni muestras de estar flechado el candidato.
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-¿Y entonces, por qué me escribe?
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-Porque no tiene con quien conversar en la parroquia, por matar el tiempo, y (como dicen ellos) por tentar el vado.
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-¡Imposible! Yo no lo puedo creer.
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-¡Lo que oyes, Clotilde!, será rico o tunante y piensa divertirse...
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-No digas eso, Juanita: ni es creíble tampoco.
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-Estás muy boba todavía, Clotilde. Y bien ¿te gusta?
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-¡Es muy buen mozo! Y si vieras con qué gracia se viste. No tiene audacia en sus miradas, y sino engaña su fisonomía, es un hombre humanitario.
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-¿Te gusta más que don Narciso?
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-Su fachada deslumbra; pero no sabemos...
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-¡Adiós del otro!