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En dos capítulos seguidos hemos tratado de dar a conocer los habitantes del Retiro y de la Soledad, que aunque no representan el primer papel, o no juegan el primer rol , necesario era que acompañaran a los héroes de esta historia, por las relaciones que tuvieron con ellos.
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Volviendo a don Demóstenes, a quien dejamos entrando, armas al hombro, en su casa, al fin del capítulo cuarto, y cuyo súbito amor por Clotilde hemos sabido por la confidencia que ésta hizo a su amiga, diremos que, mientras palos iban y venían, él no se olvidaba de proporcionarse todas las distracciones que se pueden hallar en la parroquia de... teatro de los sucesos que narramos.
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Habiendo aceptado el convite que le hizo el señor Cura, de ir juntos a algunas expediciones por los alrededores, se fijó como artículo primero del programa, un viaje a la montaña. El plan del viaje había sido estudiado y presentado por el cura, como el fiambre fue aderezado por Manuela.
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El baquiano era ñor Elías, famoso cazador de osos y cafuches, quien conocía todos los montes como las palmas de sus manos. El traje de éste era un pantalón muy raído; en lugar de camisa tenía una camiseta pequeña, un sombrero redondo que casi ni ala mostraba, y unos zamarros que apenas bajaban a la rodilla. Al costado le colgaba un carriel mugriento, que él llamaba chuspa , en el cual cargaba tabaco y el recado de candela, agujas y una navaja pequeña.
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A la entrada del bosque visitó don Demóstenes unas piedras con pinturas de los antiguos panches. Estaban en partes cubiertas por helechos y otras plantas, pero el baquiano las despejó con su cuchillo de monte.
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Aparecían allí unos círculos y figuras espirales, unos cuadrados y unas manos al parecer estampadas, todo trabajado como a punta de pico. Un remedo de la pintura de una mujer aparecía en una faz de la piedra y en una especie de cruz con los extremos de los brazos vueltos hacia arriba. Era majestuoso el sitio tanto por lo presente como por lo pasado. El silencio de los bosques, la presencia de don Demóstenes, de José y de Ayacucho; aquellas pinturas antiguas, adoratorios tal vez, de una nación guerrera y populosa; todo era para meditar, para llenarse por lo menos de una imprescindible melancolía.
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-¡José!, le dijo, en fin, don Demóstenes a su criado. ¿Tú sabes qué es esto?
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-Sí, mi amo... pinturas de los antiguos.
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-¿Y esos quiénes eran?
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-No sé, mi amo.
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-¿No?.... ¿No sabes qué son tus abuelos? ¿qué son tus mayores, despojados de su libertad y de sus tierras por unos filibusteros de tantos?.... ¿y no sabes, que otros filibusteros modernos coronarán la obra, defraudándolos con viciosas reparticiones; y que otros negándoles la saludable tutela de la ley, que los daba por ineptos en los negocios, los acabaron de despojar con la ley en la mano?
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-Sí, mi amo: yo vendí mi derecho de tierra sin saber lo que vendía.
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-Pues bien, José. Estos monumentos son los adoratorios sagrados de tus abuelos, que adoraban al sol. Sabrás que nosotros hemos dicho «que habría sido mejor no haberles cambiado a los indios sus inocentes ritos»; y las cosas se dicen porque se sienten... ¡Ven acá!, arrodíllate y adora el sol.
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-Sí, mi amo, dijo el indígena, y se puso de rodillas, en el suelo, mirando la piedra de frente.
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-Di una oración ferviente que nazca del fondo de tu corazón.
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- Por la señal de la santa cruz...
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-Eso no es para nuestro caso: no seas tan bruto.
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- Dios te Salve, María...
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-Menos, hombre... Yo te iré diciendo y tú repites la oración.
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-Sí, mi amo.
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- ¡0h sol, que concedéis vuestra soberana luz!...
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-Tu soberana luz.
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-Igualmente al blanco que al negro, y que al indio...
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-Y que al indio.
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- Y lo mismo al cristiano que al mahometano...
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-Cristiano.
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- Recibid hoy el más ferviente voto de adoración, que os tributa José Fitatá.
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-... que disfruta José Fitatá.
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-Ahora, continuó don Demóstenes, levántate, José, coge unas flores de siempreviva, y bótalas al pie de la piedra en ofrenda a los manes de Nenqueteba, de Tisquesusha, y de Quemuchatocha.
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-Sí, mi amo.
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Los únicos concurrentes a esta ceremonia, fuera del neófito y del catequista, eran ñor Elías y el venerable Ayacucho, incompetentes por cierto para juzgar de las ventajas que sacarían los indios de separarse del catolicismo. Luego que observó don Demóstenes las labores y copió algunas en su cartera, se internaron en la inmensa selva, llevando ñor Elías siempre la vanguardia; José y don Demóstenes el centro y Ayacucho la retaguardia.
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Los cedros y nogales, los botundos y los ocobos de tan bellas flores, levantándose al cielo daban al bosque un aspecto de agradable melancolía, que lejos de aterrar embelesaba, porque es un hecho que entre la naturaleza animal y la vegetal existen relaciones. El suelo estaba limpio en algunas partes, y en otras tupido de helechos, de bejucos y de largos tallos de la apreciable zarzaparrilla; en algunos sitios se hallaban como alma cenados los montones de la fruta llamada castaña, cubierta de una cáscara parecida a la del cacao, que tiene la consistencia y el sabor del haba. El baquiano recogió unas cuantas de estas frutas en su mochila, y admirado de su abundancia, dijo:
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-¿Sabe, patrón?
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-¿Qué cosa?
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-Que por aquí hay tigre, porque los cafuches no han probado la cosecha de guáimaras y castañas, y es porque donde este ciudadano se pasea, ni lo piense que los cafuches se asomen; y mi compañero Limas también, ha pasado por aquí.
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-¿Y no sería bueno volvernos, antes que venga la noche?
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-Pero este tigre no está cebado. En las quinerías le topábamos el rastro siempre; pero no tuvimos que sentir nada de él; no se metió con nosotros para nada, aunque lo molestábamos.
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-Pues sigamos, que la montaña me está gustando mucho... Es un tigre tolerante.
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Continuó, pues, su viaje don Demóstenes, en tal silencio que ni las pisadas se oían a medida que se internaban, la selva estaba más obscura, como un templo a media luz, protegido por bóvedas silenciosas y elevadas. Mas no era la idea del tigre la que ocupaba a nuestro viajero; eran los monumentos panches, y el recuerdo de esa belicosa nación, que se figuraba dispersa entre el gigantesco bosque que lo cubría.
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-¡Ay!, decía, ¿qué monumentos nos quedan de esa populosa nación que cumplía su destino sobre la tierra como todas las que han existido?... Fiestas y figurillas despreciables, y unos jeroglíficos que nadie puede descifrar. La ley, que protege a los negros, despoja a los indios, a esta raza noble a la que no se enrostra sino el ser maliciosa, que es el instinto de todo el que es perseguido. Entonces más maliciosos son los goajiros, que no han permitido, haciendo uso de sus flechas y su veneno, que sus tierras sean repartidas.
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Un aullido de Ayacucho que hizo retumbar todos los bosques, sacó al viajero de sus meditaciones, y en seguida oyó un ruido estrepitoso por entre las ramas de los estupendos árboles. Era el tropel de los ágiles zambos que corrían por las copas de los botundos y nogales con la velocidad del rayo, dando prodigiosos saltos en los palos que estaban separados, porque fueron sorprendidos en la ocupación de quitarles las tapas a unas como olletas, que encierran las almendras de un árbol llamado coco de monte.
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Don Demóstenes por mirar para arriba se enredó en un bejuco de zarzaparilla, y cayó con riesgo de romper la escopeta, teniendo en aquel conflicto la desgracia de perder los fósforos, lo que fue una verdadera calamidad. Mientras tanto los zambos se le alejaron de manera que no se alcanzaba siquiera a oír su ruido. Tonteaba y se desatinaba sin saber de los monos ni de sus compañeros, hasta que el ronco latido de Ayacucho le vino a consolar. Ñor Elías y José habían logrado flanquear a los enemigos, y aunque ellos se afanaron por los tiros de la bodoquera de José, y por los latidos de Ayacucho, estaban protegidos por la elevación en que caminaban, cuando una ligera detención que tuvieron para hacerles gesticulaciones, y para echar encima de los agresores palos podridos y pepas secas, rebullendo con fuerza los gajos, dio tiempo a la llegada del cazador en jefe, quien hizo fuego sobre una zamba que por ir cargada no podía andar tan aprisa.
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La zamba no cayó de pronto, pero quedó mal herida, según la lentitud con que siguió desde entonces, y don Demóstenes hubiera hecho una carnicería completa si no hubiese perdido los fulminantes, porque el cuerpo de la expedición seguía muy despacio por esperar a la herida, subiendo algunos de sus individuos hasta lo más encumbrado de los árboles, y dando desde allí muy tristes gritos, mientras ganaba camino el resto de la tropa. La zamba en ocasiones se cogía la pierna herida con las manos para poder andar, tomando la resolución de una heroína.
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Por fin hizo un esfuerzo soberano para trepar a la elevadísima cumbre de un balso real, y al colocarse en la trifurcación de los gajos se quedó quieta por algunos momentos; el zambito, aprovechando la quietud, se pasó adelante a tomar el pecho; la madre por la posición estrecha, parecía que lo sostenía entre las rodillas y los brazos, y bajando hacia él su cabeza dio dos boqueadas y expiró. Parece que el instinto de maternidad fue el que le dio fuerzas sobrenaturales para dejar su hijo en salvo después de su muerte; pero fue en vano, porque ñor Elías con su cuchillo de monte emprendió el corte del árbol, que es el más blando que se conoce, como que de él se forman las balsas en que se exportan todos los frutos del alto Magdalena. No duró la obra ni un cuarto de hora, porque José también ayudaba, y al caer el palo, el zambito no sufrió sino un fuerte estremecimiento, gracias a la configuración de la horqueta.
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Corrió don Demóstenes a ver su presa. Le encontró una pierna despedazada con una posta, y el costado traspasado con otra; sus últimas lágrimas habían caído sobre la cara del pequeñuelo, que acababa de soltar de sus labios la fuente de su alimento. El cuadro era propio para detenerse sobre él aun otro corazón que no fuese el de don Demóstenes, que era verdaderamente compasivo, y que se había pronunciado contra la pena de muerte en todo caso. Estaba el paraje obscuro, y, había un cadáver muy semejante a los de nuestra especie: la frente y los ojos de la víctima estaban entrecerrados, las orejas pálidas por el estrago de la muerte, los largos y encanutados dedos de la mano apretaban al infante contra su pecho, todo le representó a don Demóstenes la imagen de una mujer madre, que acaba de expirar entre los brazos de su inocente hijo. Don Demóstenes se enterneció, y entre su corazón abolió la pena de muerte para los monos.
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En seguida se practicó otro acto no menos tierno. Ayacucho había cargado en Bogotá un mico diabólico sobre sus espaldas, y ahora llamándolo don Demóstenes le puso encima el zambito, el cual al ser desprendido de la lana de la zamba, de que había estado aferrado como trementina, dio un triste gemido, y con la mayor inocencia se agarró de la lana de su padre adoptivo.
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Después de esta función seria por tantos motivos, desenvolvió José una servilleta en que la oficiosa Manuela había acomodado carne, algunas viandas cocidas, bizcochos y dulce, y comió don Demóstenes, dando una parte a sus compañeros. Ñor Elías bajó a una hondura y trajo, en un cañuto de guada de una cuarta de diámetro que cortó con su cuchillo, agua dulce y cristalina, y otro cañuto repleto de miel de abejas, sacado de un colmenar que, según dijo, había dejado ya señalado su compañero Limas. Se encontró por casualidad don Demóstenes dos fulminantes en sus bolsillos, y este hallazgo lo animó a continuar la correría hasta un punto más distante, donde ñor Elías le había dicho que encontraría las pavas. Dicho y hecho, allí estaban dos, donde el baquiano había indicado, y disparando don Demóstenes, cayó una; la otra los hizo subir mucho trecho sin éxito favorable; y viendo que eran ya las tres y media de la tarde, y que se habían retirado demasiado, como lo indicaba la existencia de la quina y de la boba, pasando la cañada para bajar por una loma distinta, empezaron a caminar a paso largo a fuerza, de trochar porque la selva se hacía a cada paso más impenetrable.
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El baquiano se había puesto un poco indeciso, y viéndolo tontear, le preguntó don Demóstenes:
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-Amigo Elías, ¿qué lo lleva a usted tan pensativo?
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-Nuestra salida de entre estos montes de Dios.
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-¿Y eso, por qué?
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-Porque la memoria es frágil, mi caballero.
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-¡No comencemos con esas!
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-Pero lo que es salir, salimos aunque sea mañana, si Dios quiere. Yo he pasado algunas noches al pie de un botundo o de un higuerón raizudo.
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-¿Y qué ha comido usted?
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-He sacado candela, he tostado castañas y asado carne de lo que mis perros han cogido.
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-Yo no tengo esa vocación.
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-Pero, ya verá, patrón, que el cazador se obliga a eso y a mucho más... Pero si Dios quiere, si salimos, trochando ligero y no perdiendo el tiempo ni el talento de la corriente de las quebradas.
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-¿Y no queriendo Dios?
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-Pues entonces no salimos.
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-¿Y trochando ligero?
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-Pues ahí verá, patrón, que como dice el dicho, «el hombre pone y Dios dispone.»
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-Vea cómo nos saca del monte, y dejese de teología, ñor Elías; porque usted se obligó a servirme de baquiano, la noche se acerca y yo no quiero dormir al pie de un botundo.
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-Así es, patrón; pero ya verá su merced que ninguno está al cabo de los contratiempos.
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Don Demóstenes bajaba pensativo, ñor Elías avergonzado, José desconfiado y Ayacucho molesto con sus nuevas obligaciones, cuando se oyó muy a lo lejos un eco casi perdido entre los bosques, que hizo exclamar a don Demóstenes:
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-¡Tierra! muchachos.
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-Es grito de gente, dijo el baquiano; pero muy lejos, y, para llegar hay mucho que trochar, y sí la Virgen no nos ayuda, todavía ¿quién sabe?, bien es que de la misericordia de Dios es malo a ratos desconfiar.
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Volvieron a callarse los cazadores, y todo su empeño estaba en andar. Por fortuna no dieron con cañadas, ni pedriscos, pues aunque tupido el bosque, el terreno era llano, y cuando se hallaron en una pequeña eminencia, pararon por ver si sonaba otra vez el mismo grito que tanto los había consolado. Oyeron efectivamente una voz ya inteligible, y aunque con dificultad, percibieron que decía:
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-¡Ah infames! ¡ah malvados! ¡ah pícaros!
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Siguieron en la misma dirección por una estrechísima senda que la casualidad les brindó; aunque José tuvo que quedarse un poco atrasado para sacarse una espina de guadua que se le atravesó en la planta del pie derecho, tomando la vanguardia el infatigable Ayacucho; mas éste se resistió a pocos pasos con cualquier pretexto, y ñor Elías siguió a la cabeza con sus Mulas de baquiano.
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Pero no habrían caminado media cuadra, cuando ñor Elías, que se había adelantado, dio un lastimoso grito diciendo:
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-¡Socorro! ¡socorro!
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-¿Qué hay?, le preguntó don Demóstenes corriendo a donde se hallaba Elías, a quien halló colgado de un pie.
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-Que mi compañero Limas sabe más que yo, porque me ha cogido en una de sus trampas.
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-Me tiene colgado de una pata nada menos... corte su merced esta soga o bejuco con su cuchillo; pero no le hace, que arrieros somos y en el camino nos toparemos.
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-¿Y si das en el suelo muy recio?
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-Eso no es tan malo como estar colgado uno de la pata.
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Entonces cortó don Demóstenes un hilo muy duro, y cayó el baquiano sonando como una piedra. Después les explicó que aquello era una trampa de lazo que se ponía para coger venados o cafuches, y algunas veces tigres, y hasta ladrones.
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Les contó también que en una parroquia llamada Quipile la habían puesto para guardas, en tiempo del monopolio del aguardiente, y que habían cogido una vez a uno, poniéndole en una senda una tinaja por cebadera; y a otro, a un soldado licenciado, cabalmente, lo habían cogido de la garganta del pie, haciéndole romper las botellas de aguardiente que había decomisado en otra estancia.
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Según las largas explicaciones del baquiano, don Demóstenes comprendió que la trampa de lazo es una cimbra fuerte, hecha por lo regular de una vara de arrayán bejuco , enterrada de una punta, y templada o sostenida de la otra por una cuerda que está sujeta por el medio de una trabilla de cuatro o cinco pulgadas, de un gancho de palo clavado a boca de tierra; de esta trabilla o crucero está pendiente un lazo de un torzal de fibras de palmas de cuesco semejantes al alambre de cobre; el lazo queda encubierto o simulado en un boyo de cinco dedos de profundidad, en el cual están también extendidos unos palos o astillas que tocan la trabilla y la hacen zafar del garabato o gancho, del cual estaba pendiente la cimbra, y luego dicha cimbra, al rehacerse, tira del lazo , el cual coge del pie o brazo al animal que le ha tocado, y lo deja colgado en el aire.
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Volvieron los cazadores a oír otras voces más cercanas, que claramente decían: ¡Ah pícaros! ¡ah ladrones!
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Pronto se les puso el monte más tupido con árboles que estaban entrelazados, y bejucadas tan densas como enredadas de intento; y al salir por entre unas matas de platanillo, a lo que los viajeros las rebulleron, una piedra cayó con grande ruido y oyéronse unas voces diciendo:
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-¡Condenados! ¡allá les va piedra!... ¡Urria!
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-Son las guardianas, dijo ñor Elías, que cuidan de lo que es suyo.
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No acababa de decir esto ñor Elías cuando otra piedra acompañada de iguales imprecaciones cayó sobre la culata de la escopeta, dejándole una señal profunda.
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-Es una guerra ésta tan injusta como contraria al derecho de gentes, sin previa declaratoria y sin reglas ningunas. Sería bueno que nos anunciásemos, dijo don Demóstenes.
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-¡Somos cazadores perdidos!, gritó ñor Elías.
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-¡Sigan!, contestó una voz delgada y al mismo tiempo agradable, sigan, que se les mostrará el camino.
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Al oír esto, los viajeros siguieron detrás de ñor Elías, y a las cuatro o seis varas de distancia dieron con una sementera de maíz, y el baquiano les dijo:
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-Esta es la roza de mi compañero Limas, según me parece.
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Por entre el maizal y los troncos mal quemados, y a veces por entre la hierba y los tiernos bejucos, llegaron por fin a una especie de teatro de palos, erigido sobre ocho varas, formando cuatro costados en forma de X, con sus escalas de varas bastante apartadas unas de otras. La elevación total sería de cuatro varas castellanas por lo menos. Una joven de ojos expresivos y rasgados, de pelo negro, corto y muy crespo, de camisa muy sencilla y un pañuelo anudado a la garganta en forma de manto de las damas muiscas, era la que presidía esta fortaleza tan singular.
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-¿Por dónde hallaremos nuestro camino? preguntó don Demóstenes a la joven.
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-Suba aquí a la garita , que desde aquí le mostraré lo que solicita usted.
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-¿Por estos palos? ¡Imposible!, dijo don Demóstenes, probando a subir sobre las dos primeras gradas.
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-¿Cómo yo subo, y soy mujer?
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-Eres mujer, contestó el viajero, y bien graciosa; pero eres educada entre las selvas, por eso puedes llevarme algunas ventajas.
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-¿Y no sube?, repitió la guardiana, soltando la risa.
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-¿Si tú me hicieras el favor de bajar?... Y ¿cuáles son los enemigos que?...
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-Las guacamayas, los loros, las catarnicas, los pericos grandes, los pericos chillones, los pericos cascabelitos, que todos son de la comparsa de los del pico redondo. Ahora las guapas, los lulúes, los cauchaos, los toches; más los micos, los cuchumbíes, los ulamáes, las arditas, y un sinnúmero de los de cuatro patas... ¡Y véalos allá!... ¡Ah cochinos! ¡ah pícaros! ¡ahí les va piedra! ¡Urria!
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Y diciendo esto, de su honda que había girado como tres ocasiones, se despidió una piedra zumbando por los aires como una bala agujereada.
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