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A los dos segundos se movió el paciente, y a los tres o cuatro se pudo enderezar.
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-¡El filósofo del Gólgota curaba con la imposición de manos, y usted con un papelito! ¡Gloria a los protectores de la humanidad!
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-¿Qué ha sido?, preguntó el cura a su feligrés.
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-Que Juan Acero salió de golpe del monte, y me partió un brazo de un garrotazo, y me repitió otros en la cabeza y la espalda. ¡Ay! señor cura, que tengo unos dolores que ya no puedo más.
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-¿Y por qué le pegó Juan Acero?
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-Porque hace ocho días que está apoderado de mi casa y de mi mujer, y me dijo que si pasaba estos caminos, me mataría. ¡Ay! que ya no puedo más.
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-El cura confesó al herido, y entre todos los cuatro viajeros lo llevaron a una estancia que estaba siete cuadras más abajo, y mandaron a la cabecera del cantón a buscar quien le cortase el brazo derecho, pues lo tenía despedazado. El cura dejó muy recomendado al enfermo, y avisó que fuesen a pedir lo que se ofreciese a la casa rural. Don Demóstenes ofreció su persona y sus intereses para el alivio del proletario, y siguieron su camino todos los viajeros en dirección a la parroquia. Caminaron unas cuadras en absoluto silencio consternados por la desgracia del pobre estanciero. El zambito dio algunos lamentos sin soltarse de la espalda del viejo Ayacucho, que caminaba mohíno detrás de su patrón. Por último desplegó sus labios el bogotano para recomendarle a ñor Elías que tuviese muy presente todo lo sucedido para cuando lo llamasen a declarar los jueces de la parroquia.
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-¿Yo?, exclamó ñor Elías; ¿yo declarar contra Juan Acero? Solamente que estuviera bien aburrido. Antes lo que voy a hacer es no salir en dos meses de entre las montañas para que nadie me vea.
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-¿Por qué, taita Elías?
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-Porque a Juan Acero no lo apresan ni le hacen nada, y si lo apresan, lo saca con bien ñor don Tadeo o el amo don Cosme, y en después pobre del juez y pobres de los testigos, porque es el garrote más bravo de todo el vecindario.
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-¿Y por qué cree usted que lo saquen libre?
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-Porque es del partido de don Tadeo, y porque los guapos tienen ahora mucha defensa. ¿No ve su persona cómo a mis hijas me las libraron de ir a la reclusión de Guaduas por las cortadas que le hicieron a la tonta María Vásquez? Pero, en fin, a mí me gusta que defiendan a todos los perseguidos por la justicia, y por eso es que yo soy del partido de don Tadeo, y de mi amo don Cosme, aunque es la verdad que con la defensa de las muchachas me quedé yo de esclavo para muchos años de vida.
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-Ahora dígame, señor cura, dijo el bogotano, ¿cómo se ha hecho usted homeópata?
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-Cuando estuve en mi primer curato, me daba mucha lástima el ver que iban a perecer por la falta de un remedio muchos de los enfermos que confesaba. Me puse a leer algunas obras de homeopatía, alopatía e hidropatía, y entre todas vi que la alopatía tenía el inconveniente de las boticas, que no se hallan en todas partes; la hidropatía el de hacer dar muchos gritos a los enfermos y no curar todas las enfermedades, y me decidí por la medicina homeopática por la facilidad con que se administra, quedando suprimidos los cáusticos, los baños, las sanguijuelas y sangrías, las purgas y los vomitivos, las moxas y, las ventosas, y todas las drogas de las boticas, quedando toda la medicina reducida a administrar un glóbulo, que contiene la diezmillonésima parte de un grano. Esta medicina me decidió por lo barato, cómodo y pronto para su aplicación y para la reposición. Para los pobres es excelente.
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-La medicina democrática entonces ¡la medicina de los proletarios!, exclamó el humanitario don Demóstenes.
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-Sí, señor, le contestó el cura. Y yo he visto en mi juventud al ilustre doctor Juan María Céspedes recetar a los feligreses de su curato, a quienes iba a administrar, las plantas medicinales que él conocía, con un esmero y una caridad de que se pudieran sacar luces y ejemplos para educar buenos curas, si en lugar de reformarlos, no se quisiera destruirlos.
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Así conversaban los dos amigos de la humanidad cuando divisaron la luz pálida de la lámpara de la iglesia que asomaba por una de las ventanas, oyendo al mismo tiempo las campanadas de las ocho, fúnebres y tristes como el objeto para que fueron inventadas. El cura rezó una oración en latín, de que don Demóstenes no quedó amostazado, porque era tolerante, y en el hotel San Nicolás de Nueva York, le había soportado la oración del mediodía a un mahometano que vivía con él, por un mes entero. Ayacucho se adelantó, como lo tenía de costumbre, y al pasar por la casa de don Tadeo se vio a gatas para defender de los perros a su pupilo, el que, cuando llegó a casa, fue muy acariciado por toda la familia, y en especial por Manuela, que era compasiva y tierna con todos los que padecían.
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Novela de costumbres colombianas: Tomo segundo
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Eugenio Díaz Castro
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[ Nota preliminar : Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]
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Las aguas del Magdalena reflejaban a las seis y media de la noche la claridad de la luna, y la barqueta del paso era arrastrada por la margen a palanca y a gritos para echar la travesía desde mucho más arriba del puerto, y al fin tomando los paseros el canalete, la hicieron cruzar el río en menos de quince minutos. Al chocar contra la margen del puerto de las balsas, salieron los pasajeros y entre ellos Manuela, la cual tuvo que volver la cara al lado del río para recibir una maleta que le daba su compañero Dámaso; a ese tiempo le se obscurecieron los ojos cubiertos por unos dedos tibios, y oyó la voz simpática de una mujer que decía:
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-¡Adivine!
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-No doy -contestó Manuela.
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-Es una paisana suya.
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-¡Sólo que sea Matea!
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-La misma -exclamó la persona que le hablaba, y abrazaron las dos paisanas.
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-Mucho me alegro de verla.
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-Y yo lo mismo. ¿Cómo quedan por allá todos?
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Manuela dio cuenta a su paisana de su familia hablándole muy largamente de la mala suerte de Rosa, y respondió con gusto a todas sus preguntas. Le refirió la causa de su venida y el proyecto que tenía de volverse por las noticias de ñor Dimas, que quedaba del otro lado encargado de cuidar la mula.
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-Pues ahora nos vamos a nuestro cuarto -le dijo Matea.
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Y tomando calle arriba, se fueron conversando llenas del más grande placer.
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Manuela se fijó en el traje de Matea, la cual tenía enaguas de crespón blanco con fondo del mismo color, camisa bordada de seda negra, y un pañuelo de punto sobre los hombros. Sus dedos, garganta y orejas brillaban con los adornos de oro fino, y aun su cabeza, porque las peinetas estaban chapeadas del mismo metal. Tenía zapatos enchancletados, pero no tenía medias, y en la mano cargaba un rico pañuelo de batista. Muchas de las que se hallaban en los grupos del pueblo estaban vestidas de la misma manera, siendo peonas la mayor parte de ellas. Algunas se cruzaban fumando tabaco y caminando con cierto aire de liviandad y descoco, únicamente tolerable en los puertos y en los lugares demasiado calientes, pero que en otras partes no tiene disculpa. Los proletarios y mercachifles de todos los cantones, y de todos los colores, y de todas las razas, con excepción de la anglosajona, y entre ellos los afamados bogas, llenaban la calle; y entre la vocería oía Manuela algunas frases demasiado claras en el orden de la galantería. Las cantinas estaban abiertas, y de pasada veía la parroquiana algunas escenas de amor.
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Por la calle preguntó Manuela a su paisana por Pablo, y ella la informó que habían peleado y que se había ido a las minas de Santa Ana con una joven chaparraluna. Al pasar por la plaza preguntó por la iglesia, y Matea le dijo que se había quemado, y que sería muy conveniente que la levantasen, aunque allí la iglesia tenía menos uso que en la parroquia de donde ellas eran nativas. Manuela se quemaba de calor, y este viaje del puerto a la posada, aunque lo hacía a la luz de la luna y viendo cosas extraordinarias, le estaba pareciendo tan largo como la jornada del día, y un recuerdo de su amada madre y de Pachita y de sus amigas le hizo derramar lágrimas. Dámaso caminaba espacio, porque la estacadura de su pie le había causado una hinchazón. Iban caminando con lentitud y silencio, cuando les mostró Matea la puerta de su habitación.
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Estaba abierta la puerta, y la luz de la luna era bastante para ver el interior; pero Matea refregó un fósforo, y con su luz y la luz consecutiva de la vela, vio Manuela toda la estancia de su posada. Dámaso se tendió en una estera de chingalé en el acto de poner sus pies en el cuarto, y Manuela aceptó con agrado una hamaca socorrana que le presentó por asiento su paisana, y se quedó callada por algunos momentos.
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Mientras tanto daremos razón de la vivienda de Matea. Era un cuarto de regular extensión. Las paredes no estaban adornadas con grabados ni con retratos fotografiados como las viviendas de las mujeres descalzas o semidescalzas de Bogotá, sino con un buen partido de zapatos y de enaguas, que colgaban de una multitud de clavos y estacas. No había tinaja de agua, ni piedra de moler, ni ollas, ni platos, ni cosa que oliese a gastronomía. No había canapés, ni taburetes, pero había dos hamacas y media docena de cajas de cedro y cumulá, y unas tantas esteras de chingalé enrolladas o extendidas sobre los ladrillos.
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Manuela pidió agua a pocos momentos de estar sentada, la que tuvo que ir a buscar Matea a la calle, porque tanto del agua como del dulce y de la comida se proveía de las tiendas. Al mismo tiempo fue a encargar un chorote de agua de malvas para lavarle el pie al paisano Dámaso.
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En la otra hamaca había una persona que había estado seguramente dormida, y al enderezar la cabeza saludó a los huéspedes con sumo cariño y les preguntó de dónde eran y si pensaban estarse mucho tiempo en Ambalema. Era una joven de buenas facciones, con quien Manuela simpatizó, y en un instante se hicieron sus ofrecimientos y quedaron amigas.
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Al fin llegó la hospitalaria Matea, trayendo dos copas muy grandes de cristal llenas de agua para sus huéspedes; Manuela apuró la una con el ansia de un calenturiento, y exclamó:
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-¡Oh! ¡Qué calor! ¿Cómo pueden ustedes vivir aquí?
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-Eso es mientras que una se hace a la tierra.
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-¡Qué desgracia tener que vivir aquí!
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-Ahí verá que no -dijo Matea-. Yo me hallo muy amañada, porque gano todos los días mi peso en el trabajo de los aliños del tabaco, como a mi gusto, me baño dos veces al día, a las nueve y a la oración; bailo todos los domingos y una que otra vez en medio de la semana. No dependo de nadie, porque para eso tengo plata; conmigo no se mete la justicia, y teniendo gratos a los empleados de la casa, no hay quien oprima mi voluntad ni quien me haga sufrir.
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¿Y qué se necesita para tener grata la casa?
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No entrar ni por chanza a las casas de los empleados de las otras casas, ni comprar nada sino en la tienda o almacén de la casa.
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-¿Y si dan un artículo más barato en las otras tiendas?
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-Hay que comprarlo en la casa.
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-¿Y no sabiéndolo ellos?
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-Eso es lo que no puede ser, porque los señores de las casas saben todas las pisadas que se dan en este Ambalema.
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-Eso dice de los jesuitas el alojado que tenemos en casa.
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-Es que de los jesuitas hablan cosas que son increíbles, seguramente porque tienen enemigos.
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-¿Y la fiebre?
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-Viene cuando quiere, y acabadas son cuentas. Es mejor un año bien vivido, que cincuenta más de vivir entre la basura como los marranos, comiendo colí detestable, y temblando delante de la zurriaga de los amos, y de los capitanes, y de los mayordomos, y ganando un triste real del cual se tiene que gastar la cena, y el chocolate, si es que el desayuno no se hace con caña mascada para criar lombrices.
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Trajo una muchacha el chorote con el agua de malvas, y remunerada con un real en plata, se fue contenta. Manuela se puso a bañarle el pie a su compañero de viaje, en un rincón 1 , y desde allí le atendía la conversación a su paisana.
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-¿Y cómo ha sido, para librarse de la fiebre? ¿No se ha querido asomar por sus puertas?
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-La fiebre grande del año pasado se llevó unas cuatro compañeras que yo tenía, y sólo me dejó la que está en la hamaca, que es arribeña. En menos de tres días estuvieron despachadas; pero vinieron otras cuatro, la una de Bogotá, la otra de la Villa, la otra de Villeta y la otra de Coyaima. Esta última es una indiecita pura, que no pasa de unos quince años, la cual se vino con toda su familia, porque les hicieron vender su tierra a menosprecio, y todas murieron ya, menos Luisa Nucurú, que así se llama. Esta niña que está en la hamaca estuvo al entregar el carapacho, y yo no sé cómo escapó. Ahora estamos completas las seis que cabemos en este cuarto. Yo hago cabeza, les arriendo a peso por mes a cada una, y yo me entiendo con el dueño. Esta niña es de Llanogrande, y dice que no se amaña aquí, porque no hay dónde correr un San Juan a caballo, ni hay vacas para ordeñar, y se quiere volver para su tierra. Yo no quiero volver a mi país, basta que no sepa que se tragó la tierra el trapiche de la Soledad y el del Retiro. ¡Conque me sueño todavía oyendo los chirridos del trapiche o dándole palos a mi mula de carguería! Es verdad que aquí no trabajamos con mala gana, como allá en los trapiches de mi tierra; sino que nos tiramos a matar por acumular tareas para recibir una buena manotada de pesos francos el sábado por la tarde. Pero hablemos de todo; los bailes de nosotras las peonas, son mejores que los de las señoras de allá en el tiempo de las fiestas.
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-¿Todavía es embustera?
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-Mi palabra, Manuela. ¿Oye usted la tambora y las trompas, y los clarinetes y los flautines, y los cornabacetes?
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-Se oye muy bien, y la música me gusta mucho; lo que tiene es que me aumenta la tristeza.
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-Pues esa música es de un baile de peonas.
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-¿De veras, Matea?
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-¡Cuando yo le digo! Y yo tengo parte y la convido, porque es un baile que hemos costeado las peonas manojeras para obsequiarnos a nosotras mismas.
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-¿Pero Dámaso?
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-Por mí no lo deje -dijo el enfermo-. Vaya, diviértase un ratico, que bastante ha sufrido, mi negra. Vaya con la niña Matea: vaya, vaya.
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-¿Y lo dejaba solo entonces?
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-¿Luego Rufina, la que está en la hamaca? ¿O es muy celosa mi paisanita?
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-¿Celosa? ¡Avemaría!
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-¿Luego no dicen que en el celo está el amor?
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-Pero a los hombres y a los patos, ¿quién les sigue los pasos?
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-Un ratico para que mi paisana conozca los bailes de la peonas de Ambalema y les cuente por allá a las parroquianas. Un ratico y nos volvemos a acompañar al enfermo.
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Luego que Matea vio que el remedio estaba ejecutado llevó a su paisana al pie de la pared donde tenía su ropero, le puso una famosa camisa de tira bordada, le echó encima tres enaguas más tiesas que el pergamino, y por último unas de crespón blanco; y bajando un par de babuchas se las puso, aunque Manuela no se las dejó enchancletadas; porque es necesario haber practicado esto por mucho tiempo para poder caminar con desembarazo. Se entiende que las medias no eran usadas por ninguna de las damas del cuarto. El arreglo se concluyó con ponerle a Manuela cintillo, panderetas y anillos de oro, que Matea sacó de su caja de cumulá, y presentarle un espejo para que se mirase. Tomó de la mano a su paisana la bondadosa Matea, y se la fue a presentar al afortunado Dámaso, que se había quedado muy aliviado con el baño.
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-Aquí le traigo una reina -le dijo-. ¿No le parece muy linda?
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-¡Siempre hermosa! Siempre linda, linda para mis ojos en todo traje.
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-Pero ahora -dijo Matea dando un beso a Manuela, es la más bonita de todo Ambalema.
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Manuela se arrellanó momentáneamente sobre la estera para hacerle las caricias de la despedida a su amigo y partió luego con su paisana.
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Dámaso no pudo resistir a un impulso de su corazón que lo llevó a la puerta, siguió con la vista los dos bultos hasta que dejó de oír el ruido de la ropa almidonada y se volvió a su estera pensando en la dicha de poseer la mujer más hermosa de Ambalema, según el testimonio de Matea y de su propia conciencia.
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La arribeña de la hamaca se paró a encender un tabaco en la vela, sin ningún cuidado por su traje, que era mucho más sencillo e insuficiente que el de una joven espartana, consistiendo únicamente en el blanco túnico que le colgaba de los hombros y apenas le llegaba a la rodilla, lo que se llama chingado, que no es disculpable ni aun por los 30 grados del termómetro de Reaumur, pues en los pueblos calientes del norte no es usado ni aun en el lavadero; sin embargo, en las tierras calientes del sur y occidente no es mal recibido en los tiempos de sumo calor.
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-Y usted ¿cómo fue para venirse de su tierra? -preguntó Dámaso a Rufina.
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-Yo soy de los llanos más lindos que puede haber en el mundo, los de Llano-grande. Las chapas de palmares y caracolíes y otros árboles cortan a retazos los llanos engramados, y uno ve las yeguas y las ovejas y las vacas por donde quiera. Las estancias son aseadas y las gentes son tratables y generosas. Los bailes de cintureras son elogiados, aunque no hay tanto lujo. ¡Ah, mi tierra! Y para esto del San Juan no hay pueblo que se le iguale. Yo me sueño corriendo a caballo por las calles y por la sabana, y gritando ¡San Juan! con todo el aliento que Dios me ha dado, y aquí dicen mis compañeras que grito ¡San Juan! dormida, porque yo no sé qué es que he dado en hablar dormida. A mí no me gusta Ambalema porque mi tierra no es tierra de esclavos como la tierra de Matea. Y estoy buscando quien me lleve en esta semana, pues por eso no voy a baile porque vendí mis joyas de oro y mis trajes de seda y linón para llevar plata y poner una estancia, porque es la verdad que aquí sí se busca dinero; yo he juntado con mi trabajo y con una rifa que me saqué la cantidad de cien pesos, y no quiero gastar ni un solo cuartillo hasta ponerme en Llano-grande. ¡Ah, mi tierra que allá es donde se vive a gusto!
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Así continuó hablando Rufina de su tierra y de algunos pasajes de Ambalema, cuando se apareció Manuela y saludó con estas palabras:
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-¿A ver qué hacen por aquí?
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-Nada -contestó Rufina-: aquí conversando de mi tierra.
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-¿Por qué se volvió? -dijo Dámaso a su amada compañera.
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-Por traerle de cenar -contestó Manuela. Y acercando la caja de Matea, le puso la servilleta y varios platos en que traía cordero, gallina, arroz seco, buen pan y buen dulce, y dijo que se iba pronto, porque Matea la esperaba. A Rufina le puso un plato y se lo pasó a la hamaca, previendo que Dámaso no había de tener la descortesía de no convidarla.
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Matea había convidado a cenar a su amiga al pasar por frente de una cantina, en la cual mandó servir cordero, jamón, pescada y ensalada de coliflor, y las ramosas empanadas de maíz tan recomendadas en tierra caliente; mandó que les pusiesen vino y buen dulce de duraznos. Dicen los físicos que entre todas las reacciones la más fuerte es la del estómago. Matea había sufrido muchas hambres en el trapiche, y ahora que se hallaba con plata, comía un buen ajiaco o un cocido de carne gorda, y buen cuchuco y arroz por contrata; tomaba sus tragos de anisete y de vino en las tiendas, y en los días de parranda o de paseo era despilfarrada para cuidarse y obsequiar a sus amigas. Después de que cenaron las dos amigas fue cuando se propuso Manuela llevarle a Dámaso un bocado competente a la dieta que tenía que observar, y luego que se volvió a juntar con su paisana, siguió al baile con ella.
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Eran cerca de las nueve y estaba la entrada obstruida por el pueblo. Se conocía que Matea tenía popularidad, porque de cada uno recibía un floreo, un dicho o una chanza de mucha confianza, que a veces retornaba con un puño o con una palabra de las de tapar orejas, de que sus agresores no se daban por ofendidos. Con los empleados de la casa tenía mucho crédito, porque había despuntado por formal y trabajadora.
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Al fin lograron llegar a la sala; y si Manuela causó novedad en el concurso, principalmente en los hombres, la sala y su contenido la dejaron admirada. Era grande el local, pero no tenía sino una ventana y dos puertas, por lo cual y por la manía de bailar con ruana muchos hombres, las parejas estaban a pique de ahogarse de calor y falta de aire, como si estuviesen reunidas en el horno alto de la ferrería de Pacho. La luz era suficiente, gracias a sesenta velas de esperma con que estaba provista la sala. Los asientos eran taburetes y escaños. Las señoras eran cincuenta o sesenta peonas de los aliños, todas de traje blanco, y todas muy bien surtidas de oro. Los rostros eran morenos en la generalidad, siendo matizada la mayoría por una minoría de una que otra blanca de Bogotá, de Ibagué y de los pueblos altos de la banda oriental del Magdalena. Es notable cómo se han cruzado las razas en estos pueblos. Ya no se veía sino uno que otro tipo de las tres razas madres, la blanca, la indígena y la africana. Había hijas de Llano-grande muy agraciadas, indias de San Luis y de Coyaima, y morenas de Ambalema y sus cercanías. Para que no fallase nada que desear al estudioso de la historia natural, allí había dos o tres ingleses puros que paseaban por la sala en los intermedios o que observaban desde las puertas.
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Tocaron varsoviana y apareció como de los bastidores de un teatro el don Aniceto Rubio y sacó a Manuela con la más notoria decisión. Mil elogios estallaron en favor de la mosca, como decían los unos, y de la arribeña como decían los otros, y todos los ojos estaban fijos en ella. ¡Gracias a las cortas lecciones de don Demóstenes, que si no, hubiera salido muy deslucida la parroquiana! Un periodista hubiera dicho que Manuela había causado furor, al ver los ademanes y las miradas de todos los hombres de todas condiciones y razas.
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Eran pocas las lecciones de baile del alto tono que había recibido Manuela, para igualar a las parejas de Ambalema, ejercitadas en el arte y exentas de timidez y encogimiento, lo cual es un obstáculo para que el baile adquiera todas sus perfecciones. Era un baile asiático el de las manojeras en cuanto a los colores, los trajes y la libertad. Todos eran dichosos, menos Manuela, que tenía su corazón en la posada.
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Luego que se concluyó la pieza, se salieron las dos paisanas por el lado del patio, sin ser notadas sino de don Aniceto, que las fue a alcanzar para reiterar sus ofertas a la prófuga: habrían caminado una cuadra cuando detuvieron el paso para ver en qué paraban unos golpecitos que, al volver la esquina, estaba dando un cosechero. Al fin abrió alguno con precaución y se alcanzaron a oír estas palabras.
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-Vengo a ver si por fin me lo paga a cinco pesos, pero pesado en la romana en que me vendió la sal el otro día, dijo el de afuera.
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-A tres y en la de treinta arrobas -dijo el de adentro.
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-Entonces, ¿qué gracia? ¿No sabe que el viejo Aniceto me lo paga a cuatro? ¿Tabaco libre y a tres? ¡Ni pensarlo! Entonces más bien me lo llevo para el canei.
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-No se afane. ¿No sabe que los guardas de don Aniceto se hallan emboscados a la salida, porque le dieron denuncio?
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-Pues bueno, por ser a usted se lo dejo así.
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-Pero vaya ahora mismo y métalo por el lado del zanjón.
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-¡Ah, pícaros! -dijo don Aniceto, y el penitente salió corriendo.
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-¿Qué significa tabaco libre, guardas, romana de a treinta libras? -dijo Manuela.
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-Es un cosechero que me está haciendo contrabando, teniendo obligación de comprarme a mí la carne y la sal y de venderme todo el tabaco que coseche.
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Un canto lejano vino a sorprender el oído de las fugitivas del baile cinturero, y Manuela exclamó con alegría:
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-¡ Opita, el bambuco!