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-Es en Campo-alegre -dijo Matea.
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-Pues a allá, paisana, porque eso no es de perder. Se fueron las paisanas acompañadas de don Aniceto, atraídas por las voces melodiosas del canto: al pasar por frente de un corredor vieron a un hombre acostado, que tenía cerca un cabo de vela y una vasija con agua.
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-¿Qué significa esto? -dijo Manuela.
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-Es un peón enfermo que no tiene casa.
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-¿Y el hospital?
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-No hay.
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-¿Y con tantas cosas, y tantos dueños de tierras, y tanto comercio, no haber un hospital para los peones válidos? ¿Y por otra parte, tabaco libre y contrabando? Explíqueme, don Aniceto. ¿Ésta es la protección y la libertad que usted me ponderaba?
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-Es que usted no sabe la guerra que estos marchantes nos hacen.
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El canto era de una peona de Llano-grande que hacía el primo sin igual y de un peón de Ambalema que le hacía segundo, acompañándose con el tiple. El canto era fluido, libre y sonoro, y lo favorecía el temple de la atmósfera de media noche y el eco de los grandes edificios que se levantaban a los lados. Las armonías que tiene el bambuco en sus mudanzas conmovían excesivamente todos los sentimientos de Manuela, haciendo pasar por su memoria los recuerdos más dulces y las penas más acerbas de su corta edad. Estaba hechizada la víctima de la parroquia, con una mano puesta sobre el hombro de Matea y los ojos fijos en el suelo, sin mirar nada, oyó los siguientes versos:
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Manuela no pudo contener un suspiro, y los hombres que estaban más inmediatos la miraron con una curiosidad profunda, porque en el suspiro de una bella creemos ver el prospecto de una historia, así como pensamos que hay un dolor detrás de un quejido. El bambuco inspira tristeza a los tristes, a los alegres les inspira alegría, y el que se estaba ejecutando era grave y heroico en algunas de sus mudanzas.
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En estas funciones del pueblo descalzo es que puede hallar el observador de costumbres la diferencia de las canciones importadas de España y las canciones de la tierra caliente de Sur América. Las unas estudiadas en las academias con todas las reglas del arte, y las otras, estudiadas en la garita, la canoa, la senda de la montaña o el lavadero, sin más reglas que el sentimiento y la inspiración. Desde el momento se notaría que el estilo de aquel bambuco era blando, suelto, libre y armonioso como el canto del toche que las hijas de las estancias oyen desde la infancia en el platanar de su choza o en los árboles de su patio. La insinuación era tierna y expresiva, alternando la calina con la tristeza y el dolor. Los sonidos eran flexibles, muy armoniosos por las influencias del clima que le da soltura y fluidez a la voz humana en la tierra caliente, así como en la tierra fría endurece y dificulta los órganos de la voz. En una salida de los niños de una escuela de Bogotá y la salida de los niños de la escuela del Guamo o Espinal se puede observar el fenómeno. Los primeros rasgan sus oídos como la lima del cerrajero o los pericos de copete colorado, y los segundos en su alboroto forman un conjunto armonioso. El estilo del canto de la esquina de la Factoría tenía encantados tanto a los estanqueros como a los bogas, tanto a los empleados como a los peones, y esto prueba que agradaba.
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El canto seguía; pero a Manuela la llamaba un tierno deber hacia la posada.
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Don Aniceto tuvo la bondad de acompañar a la viajera hasta la posada, y en la puerta les conversó más que un cuarto de hora sobre asuntos vulgares que lo mismo habría sido que los dejase para el siguiente día. Matea viendo esto se animó a decirle:
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-Usted como que no ha de querer entrar a visitarnos tan tarde, ¿no es verdad?
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-No tenga usted cuidado, mi sia Matea, que yo no soy de cumplimiento, ¿no es verdad?
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-Yo creía que usted tendría gana de dormir.
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-Es mucho mejor gozar de la presencia de las bellezas.
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-Muchas gracias -dijo Matea-, pero usted tendrá pensado hacernos una larga visita mañana, la que de mi parte le estimaré muchísimo.
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-¡Mil gracias! Tendré la complacencia de venir mañana, sin perjuicio de los momentos deliciosos que Manuela me conceda en esta noche. Es tan agradable su conversación y sobre todo tan instructiva en el ramo de la política, aunque su bandera es distinta, porque esta niña es gólgota ahí donde usted la ve.
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-Sueño es lo que yo tengo y cansancio -dijo Manuela.
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-¿Es decir que ustedes me desairan la visita o que mi presencia molesta?
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-No señor -dijo Matea-; por el contrario, yo lo aprecio a usted infinito.
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Dámaso tenía deseos de que el negociado de la visita en cuestión terminase sin su ingerencia; pero viendo que iba a lo largo llamó a Manuela. Al oír su voz, tuvo don Aniceto la pena de despedirse sin hacerle a Matea la visita, aunque eran las doce de la noche.
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Pronto pasaron las explicaciones y narración de Manuela para con su compañero; el cansancio la obligó a solicitar su cama. Matea le designó su hamaca, la desnudó de sus galas, y se estuvo acostada a su lado hasta que se durmió, que fue muy pronto. Luego que apagó la vela, se acostó en una estera de chingalé, y es inútil decir que sin cobijas, porque aun cuando las tenía muy buenas, estaba la noche tan ardiente que el vestido era un estorbo. La puerta quedó abierta, porque no teniendo ni una sola ventana, el calor era inmenso.
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A la madrugada tuvo mucha sed la viajera de la parroquia; prendió un fósforo, encendió la vela para buscar la jarra, y luego que bebió, reparó que el cuarto estaba casi lleno de gente, porque después que se había dormido habían entrado cuatro personas más sin hacer ningún ruido. Juzgó que eran las compañeras de Matea y tendió una mirada rápida sobre el campamento.
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Junto de la puerta había quedado, sin estar estrictamente ni adentro ni afuera, la socia de Villeta, que tenía mala cabeza y los tragos le solían dificultar la llegada hasta su cama. Más adentro estaba Luisa Nucurú, de cuyas aventuras tenía noticias Manuela: se hallaba extendida sobre un costal de dos varas de largo, cuyo tejido más ordinario que el anjeo le había marcado en el cachete y el brazo, y estaba vestida de lujo. Contrastaba el color de tabaco en polvo de su rostro con la blancura de su pañoleta de batista y su traje de muselina: resaltaba el oro sobre su cuello y sus orejas, y por una especie de sonrisa debida tal vez a la postura de la cabeza, sus dientes bellísimos contrastaban con sus morenos labios.
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-¡Pobre indiecita! -dijo entre sí Manuela, más rica era cuando vestía su ruanita y su manta poseyendo sus tierras de Coyaima, que vestida de lino y seda! ¡Y qué joven y qué bonita!
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La guamuna y la bogotana habían llegado seguramente a sus camas con más tranquilidad que las otras, pues que se habían desnudado de sus galas. Rufina estaba también dormida, pero llamaba a San Juan y aguijaba su caballo, durante el sueño, según las palabras que vertía. Manuela la llamó para que se acostase bien. Matea estaba bien acostada, tenía una sábana muy fina por encima, y su sueño era tranquilo. Dámaso también dormía con quietud, y sobre él fue que reposaron por más largo tiempo los ojos de la observadora casual de toda la escena.
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-¡Pobre! -dijo Manuela-; ¡que por un gamonal haya de estar pasando trabajos!
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Apagó la vela y se acostó en su hamaca, no volviéndose a despertar hasta que sonó una campana, que despertó a todas las compañeras de Matea, las cuales se vistieron de prisa, con enaguas de fula, pañolón lacre de hilo y sombrero de murrapo, para irse al gran canei de los aliños a tomar el trabajo desde las cinco y media, con los primeros destellos del día.
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Matea se interesó con su paisana para que no se fuera hasta el día siguiente, a fin de que conociera la ciudad y sus curiosidades; le ofreció no ir al trabajo por tal de acompañarla, añadiendo a las razones de su petición el no estar enteramente deshinchado el pie de Dámaso. En consecuencia de esto llevó Manuela a su paisana a tomar chocolate a Campo-alegre, y en la misma calle donde las peonas se desayunaban se sentaron junto de un brasero que una ibaguereña, manejaba; tomaron chocolate con almojábana y queso; luego entraron al canei de la Compañía de aliños, en donde alizaban tabaco en un corredor solado con neme ciento cincuenta mujeres; pesaban y enmanojaban ciento veinticinco, apartaban clases, enlistonaban y levantaban prensas más de doscientos hombres. Manuela se quedó asombrada de la actividad de la gente, en especial de las mujeres, que movían las manos con la ligereza con que las tominejas mueven las alas, y que dejaban el puesto con repugnancia cuando era la hora, por tal de ganar seis u ocho pesos en la semana, sin que las arredrase ni el hambre, ni la sed, ni el calor, ni la fatiga. ¡Honor al fundador de la primera casa de aliños, quien con sus cálculos comerciales, sus recompensas al trabajo y su espíritu de orden mantuvo en el interior de la república un plantel de especulaciones para los ricos y los pobres!... 2
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Los empleados se paseaban por los corredores de sesenta varas de largo, y Manuela preguntó a su paisana cuál era el amo de su trabajo.
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-¿Amo? -exclamó Matea, haciendo sonar uno de sus cachetes con un puño que se dio- ¿Amo? De eso no se usa por aquí.
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-¿Cuál es el que las sacude con la zurriaga, pues?
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-Ésta es la zurriaga que gobierna todas las cosas dijo Matea-, mostrándole tres o cuatro fuertes.
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-¿Y aquí no hay trabajo de noche?
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-Suele haber: pero se alumbran con faroles todos los salones, el patio, el zaguán y la puerta de la calle; aquí no se sale ni se entra nunca en pelotón, sino que las mujeres entramos o salimos antes de los hombres. Lo mismo que en el trapiche de don Cosme y de don Blas. Cosa muy parecida...
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De allí condujo Matea a la bella parroquiana a la factoría que dejaron hecha los españoles, que es un edificio sólido y muy capaz, que sirve de oficina de aliño; pero del corredor se volvió Manuela tapándose las narices con su pañuelo por el olor pestilente de las garras podridas de los cueros y del neme con que se zuaquean las petacas de cuero. En todas partes orden y actividad, y peones esforzados y diestros en sus maniobras.
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Después de almorzar, fueron al puerto de las balsas, en donde estaba la ribera circunscrita por esos buques de exportación, que se componen de balsos y guadua, y que no sirven sino para una sola vez. Había balsas con corrales de cerdos, de ovejas, de gallinas y piscos; los había de frutas y de otros víveres, siendo una cosa curiosa la diversidad de figuras de las cubiertas, de los sombríos, y de los corrales. Las dos amigas se provocaron con el olor de las frutas, y preguntaron los precios de los mangos y de las naranjas. El balsero se estaba bañando; desde la mitad del río hizo el trato, de allí les botó las frutas que pidieron, y luego se aproximó un poco a las compradoras para poder recibir la plata. Por donde quiera recibía Manuela elogios a su hermosura, que le tributaban en discursos más o menos comedidos, desde los peones hasta los magnates de la casa. Los galanteos de los bogas se solían subir de punto, pero Manuela conocía su posición de descalza y toleraba como todas las pobres.
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Manuela ansiaba por bañarse; su paisana la llevó a un puerto donde ella se bañaba, más arriba de la factoría vieja. Fue tan agradable como dilatada esta sesión, que no tuvo nada de secreta, porque del lado de la ciudad pasaban las gentes por la ribera, y del lado del río pasaban los barqueros y los balseros. Galanes había que no omitían la ocasión de dirigirles sus obsequiosos cumplimientos, que Matea sabía contestar con desenfado. La fama de la nueva peona, le atraía curiosos y aficionados por donde quiera. Cuando pasaron las dos amigas con enaguas azules de fula, por toda la calle, desde el río hasta el cuarto, llevando el pelo suelto sobre sus pañolones colorados de algodón, fueron seguidas de infinitas miradas.
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Las asistencias y el agua se obtuvieron de tina tienda vecina, y Manuela descansó toda la tarde en la hamaca. Por la noche, hubo un rato de conversación general de todas las socias; pero habiendo salido a la calle Dámaso, Matea y las compañeras, Manuela se quedó con la juiciosa Rufina. Después de un gran rato de conversación, resultó que eran parientas; le preguntó cómo había venido de Llano-grande, y Rufina le dijo:
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-A los quince años me hallaba yo bonita, alegre y divertida, pero me quise divertir tanto que me pasé de lo mandado. Los bailes de mi tierra son afamados, las fiestas son consecutivas porque de un pueblo se pasa a otro, y el San Juan... eso no se diga, porque hombres y mujeres, todo el mundo monta a caballo a correr hasta cansar las bestias. Me pasé de alegre, como le iba diciendo, y a poco los parientes y la familia me quitaron el cariño y algunos hasta el habla, porque en mi tierra hay celo y hoy vergüenza, y hay cierto castigo para la que se porta mal, que consiste en no hacerle caso, cuando ya echa por la calle de en medio; a mí me sucedió que hasta los mismos que me hicieron odiosa para mis parientes dieron en no hacerme caso, y viéndome yo menospreciada en mi tierra aunque estaba muchacha y buena moza todavía, le pagué a un balsero para que cortara cuatro balsos bien gruesos, los amarrara con bejuco y me trajera a Ambalema, sin que lo supiese ninguna persona. Yo apronté el fiambre y una mudita de ropa; él su palanca y su tiple, y me embarqué en el Magdalena, llorando por mi madre, por mi tierra y por uno de los mismos que me habían menospreciado.
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Cuando llegué al puerto de la Factoría, mi boga se despidió y cortó los bejucos de los balsos, para que se fuesen río abajo. Me bañé para mudarme la uniquita muda que traía, a poco bajó la niña Matea y nos lavamos juntas, conversamos y nos hicimos amigas, me trajo a este cuarto, me hizo sacar ropa fiada de la casa de aliños, saliendo de fiadora mía y me llevó a los caneyes. Pero no estoy contenta, pienso en mi familia y en mi tierra; he juntado cien pesos de mi trabajo y de una rifa, me voy a pasar el San Juan a Llano-grande, después pondré una estancita y viviré con arreglo. Creo que Dios me ha tocado al corazón.
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Esa noche durmió Manuela tranquilamente. Dámaso se mejoró del pie y no hubo más novedad, sino que dos compañeras no se quedaron en el cuarto, pero volvieron a los tres cuartos para las seis.
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El viaje estaba resuelto; después de estar todo dispuesto se despidieron Manuela y su compañero; pero al salir de la puerta les intimó la orden de prisión un comisario acompañado de cuatro gendarmes y a empujones fueron a dar a la cárcel.
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El calabozo que le tocó a Manuela era oscuro aunque tenía una ventana que daba a la plaza, y su primer acto de desaliento fue dejarse caer sentada en un rincón y ponerse a llorar por algunos minutos. No había sino una compañera de posada, de la que no hizo caso por entregarse a sus lamentos.
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A poco tiempo llegó un esbirro a perturbar las meditaciones y los suspiros de la víctima, diciéndole que lo siguiera, y fue conducida delante del tribunal del crimen a dar su declaración. El juez estaba sentado en una silla de brazos, sobre un teatro que se levantaba vara y media sobre el piso de la sala, a Manuela le señalaron por asiento un banco, sobre el cual temblaba como gelatina, y su semblante estaba desfigurado por el miedo que la poseía. El juez le dijo:
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-Está usted acusada de complicidad en el robo de una mula y denunciada como prófuga de su parroquia. Responda usted a todas las preguntas sin faltar a la verdad. ¿Cómo se llama usted?
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-María Manuela Valdivia.
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-¿De dónde es usted?
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-De la parroquia de ***
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-¿Su oficio?
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-Amasar, revolver y hacer velas para la tienda.
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-¿Usted es casada o soltera?
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-Soltera; pero vine con intenciones de casarme aquí.
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-¿Por qué se vino usted de su tierra?
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-Porque un gamonal me perseguía y para los gamonales no hay justicia.
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-Responda usted a lo que se le pregunta y nada más; ¿con quién se vino de su tierra?
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-Con un hombre que se llama Dámaso.
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-¿Qué es de usted Dámaso Bernal?
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-Es el que va a ser... mi marido; y si no hubiera sido por el gamonal ya nos habríamos casado.
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-Responda usted a lo que se le pregunta. ¿Usted vino a caballo?
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-No, señor, vine en una mula que le alquilaron a mi compañero.
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-¿De qué color es la mula?
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-Retinta.
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-¿Qué fierro tiene?
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-No lo vi.
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-¿En dónde posó usted el día antes de llegar al puerto?
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-En la Ceiba.
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-¿Con quién habló usted en la Ceiba?
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-Con mi tocaya y con don Aniceto Rubio, que estaba acostado en la hamaca.
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-¿De qué conversó usted en la Ceiba?
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-Del familiar y de la política.
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-¿No más?
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-No más.
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Luego que los sayones volvieron a encerrar a la desdichada víctima, sacaron a Dámaso de su calabozo, y sentado en el mismo banco, respondió a las siguientes preguntas:
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-¿Quién trajo a Manuela Valdivia a Ambalema?
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-Yo.
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-¿A pie o a caballo?
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-A caballo, en una buena mula retinta.
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-¿Qué fierro tenía la mula?
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-Dicen que es una K.
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-¿Luego usted no lo ha visto?
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-Yo no conozco letras.
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-¿De dónde hubo usted esa mula?
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-De don Atanasio Gómez, que me la alquiló.
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-¿Manuela Valdivia es casada o soltera?
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-Soltera como tantas solteras que están viviendo en esta ciudad sin que nadie les pregunte por qué camino han venido, y ella se casará conmigo muy pronto.
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-¿En dónde posó usted la noche antes de llegar aquí?
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-En la Ceiba.
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-¿Con quién conversó usted?
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-Con la niña Manuela Villar.
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-¿Usted no habló con algún caballero?
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-Creo que en la hamaca había un hombre de los de la clase de botas; pero no hablé con él ni le vi la cara.
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Después de confesionados los presos, duraron tres días sin que los jueces los volviesen a interrogar. Matea era la que no cesaba de acudir a la reja por la tarde y por la mañana. Por conducto de ella consiguió de un empleado veinticinco pesos prestados a rédito por un mes, a razón de a real diario por cada peso, para subvenir a los gastos más necesarios.
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El sayón que custodiaba los presos le avisó a la víctima de la parroquia que bien podría tomar fresco a las horas de la noche que quisiera en la reja, porque un señor le había sacado la licencia, y que ese señor le haría una visita cuando no hubiese gente por las inmediaciones.
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De consiguiente, Manuela no se quitaba de la reja, esperando la brisa fresca de la madrugada y la cita de un aristócrata, porque señor quiere decir un grande en la Nueva Granada. No había más luz en la cárcel de mujeres que la del cigarro de Manuela, ni había quien oyese, porque su compañera dormía con suma tranquilidad, después de haber cometido un asesinato, pues con las revoluciones aprenden las gentes a quitar la vida a sus prójimos, con la misma facilidad con que las cocineras quitan la vida a los pollos. La víctima se afligía más de ver pasar los grupos de gente libre y de oír cantar el bambuco en algunas tiendas. El bambuco la hacía llorar recordándole su tierra, su familia y sus 3 mejores ratos.
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-¡Cuántos reos de crímenes atroces -decía-, se estarán paseando, mientras que yo me hallo sumida en un calabozo, y mientras que mi huésped de la parroquia no cesa de elogiar la igualdad legal de la Nueva Granada!
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A tiempo que la luna se ocultaba detrás de las colinas que cercan a Ambalema, se acercó un individuo de vestido blanco, y le dijo:
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-¡Cuánto siento la desgracia de usted, hermosa joven!
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Subsets and Splits
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