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-¡Toma, demonios!, dijo entonces la centinela, con un aire de propia satisfacción que la hacía cada vez más graciosa a los ojos de don Demóstenes, quien quitándose las botas, con el auxilio de su criado, iba ya trepando por el remedo de escalera.
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-Me ibas matando, valerosa guerrera, le dijo el forastero: mira una marca de una de tus pedradas.
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-Con eso se acuerda de la guardiana Pía.
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-¿Pía te llamas?
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-Una criada suya.
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-Creo haber oído nombrarte, no sé cuando...
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-Tal vez.
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-¿Y cómo es que te hallas en este oficio?
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-Mi suerte que lo ha querido.
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-¡Ah, sí!, eres desgraciada... Recuerdo haber oído algo de tu historia, por incidencia, en un baile de la parroquia.
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-Desgraciada como no hay otra en el mundo, contestó Pía, con los ojos llenos de lágrimas.
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-¿Y qué era lo que me ibas a mostrar desde aquí encima?, le preguntó don Demóstenes, por apartarla de los recuerdos dolorosos a que la había conducido.
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-Pues vea las cañas de la Soledad y un pedazo de las ramadas; vea una estancia del trapiche del Retiro.
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-¡Oh preciosa guardiana!, el ángel malo subió a Jesucristo sobre un monte, desde donde le mostró todo el mundo: tú me muestras también mucho mundo; tú serás mi ángel bueno. Yo no me olvido de los infelices que me socorren cuando las revoluciones o los caprichos de la suerte me ponen al arbitrio de ellos. Espero poder servirte algún día, porque tengo un corazón liberal.
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-Muchas gracias, señor... Ahora vea el camino que ha de llevar. Se baja hasta aquella cañada, rodea aquel cerrito, pasa por aquel rancho que apenas se columbra allá entre las matas, y a poco ya está en la parroquia; pero eso sí, llega con la noche; ¡la fortuna que ahora hace muy buena luna!
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-A cada paso interesaba más la guardiana a nuestro viajero. Sus actitudes, su desembarazo y el puesto que ocupaba se la hacían ya mirar como una heroína de novela de los desiertos, aun cuando no era sino la rígida historia. Se bajó el caballero de la fortaleza de palos, y a poco rato lo alcanzó la sostenedora y le dijo:
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-Ahora que los loros se han aquietado, voy en tanto a llevarlo a casa porque por ahí es por donde sale al camino, y que allá tengo qué darles, aunque sea guarapo y una mazorca asada, o lo que se pueda.
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Iba Pía de baquiana, y don Demóstenes la seguía de cerca. Había veces en que era menester caminar por las empalizadas, y entonces llevandolo Pía de la mano, salía con bien. De golpe oyeron una voz que decía:
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- ¡Upi! ¡Upi!
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-¿Qué significa eso, guerra también?, preguntó don Demóstenes.
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-Es que mi mamá piensa que es el zorro, porque la pisca y las dos gallinas se asustaron con nosotros.
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-¿Y también lo ahuyentan con la honda?
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-No tenga cuidado, caballero: mi mamá está de baja por el vejigón y ya no puede tirar hondazos.
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Don Demóstenes y sus dos compañeros habían llegado a la casa de ñor Dimas, atraídos por los gritos de la guardiana Pía. Aquella era una de las más separadas de la cabecera del distrito, colocada en una falda del gran bosque que ciñe la cordillera oriental de los Andes por la parte del occidente.
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No consistía el establecimiento de ñor Dimas, sino en una pequeña labranza de menos de una fanegada, en la cual se hallaba una roza de maíz del tamaño de una cuartilla, esto es, el área que se siembra con una medida de media arroba de semilla de maíz. También había unas poca matas de plátano guineo, y un cuadro alfombrado con las plantas bejucosas que producen las ahuyamas, batatas y calabazas. Lo demás era rastrojo, esto es, un enjambre de arbustos y bejucadas que se levantan a reponer los árboles que han caído a los golpes de machetes y del hacha. Los costados de este hueco de la montaña se veían como cercados por los troncos de los botundos y cedros, que parecían desafiar las herramientas que habían dado en tierra con los miembros de sus familias.
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En contorno del establecimiento de que hablamos no había más que la casa de un vecino llamado Juan Solano, que estaba a tres cuartos de legua, por la cual pasaba la senda del establecimiento del ciudadano Dimas, marcada por debajo del eterno bosque o montaña, como se denomina por los vecinos.
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La casa, que llaman rancho los estancieros pobres, era una enramada cubierta de palmicha, sumamente aplanada, de techo, dividida en dos departamentos por medio de un tabique de palma, elemento de que se componían las cuatro paredes de este cuarto, llamado el aposento por sus moradores; éste no pasaba de siete varas de largo. La otra mitad del edificio gozaba de la plena luz del día, no teniendo pared ninguna; servía de comedor, sala, granero y cocina; y allí estaba colocado el fogón, notable a la verdad por la sencillez de la fábrica, que no consistía más que en la buena colocación de tres piedras areniscas de poco tamaño. La piedra de moler, que era un guijarro de cinco arrobas de peso, estaba al lado suspendida sobre una tijera de tres palos de corazón, a una altura proporcionada para que la molendera funcionase de pie. Un grueso tarro de guadua de cinco cañutos estaba amarrado del más ancho de los estantillos de la enramada, de cuyo fondo se levantaban por minutos ruidos sordos a manera de truenos, siendo éstos efecto de la fermentación del guarapo que allí estaba envasado. Una troje de maíz estaba formada en uno de los ángulos con tarimas o atajadizos de guadua picada. Dos machetes, una hacha y dos azadones estaban colgados al lado de a troje.
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En el aposento había dos barbacoas en forma de camas: la una de varitas de resino, y la otra de guada picada, debajo de las cuales estaban instaladas dos cluecas, y algunas viandas y trastos más o menos necesarios. Una cruz de ramo, o de hojas de cogollo de palma y dos láminas de santos, la una de la Virgen del Rosario, y la otra anónima por su vejez, hacían lo que llaman altar las gentes pobres de las estancias, del cual parece que no hacían uso los propietarios.
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En el patio se levantaba un papayo de altura prodigiosa, ostentando debajo del paraguas de sus hojas, un capitel erizado en contorno de sus sabrosas frutas. Una vara que se alzaba del centro de las espinosas hojas del cactus que da las fibras que llamamos fique, como una azucena de en medio de una taza, blanqueando con sus flores espirales, hacía un contraste admirable con la columna vegetal que presidía las decoraciones. Cuatro matas de café y otras tantas de ají ostentaban sus frutos maduros junto a los verdes y a las flores, que cedían al peso de los racimos. El solitario desmonte estaba regado por un chorro que murmuraba debajo de las bejucadas y ramas con un rumor venerable como el de la pila principal de un convento, y cruzado por una senda apenas hollada por la planta de dos mujeres que acudían a lavar o a cargar agua.
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Dos personajes conversaban en el rancho de que hemos hablado, mientras que otros dos habían bajado al chorro o pequeña quebrada, y eran la dueña de la casa, llamada Melchora, y el huésped de la señora Patrocinio. La señora Melchora tenía cuarenta años, pero representaba cincuenta, era alta, delgada, de tez macilenta y ojos apagados, rodeados de manchas obscuras; estaba desgranando maíz cerca de la troje, con un pie estirado, sobre el cual estaban extendidas algunas hojas de higuerilla blanca, y se quejaba de cuando en cuando.
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-¿Y de qué padece usted?, le dijo don Demóstenes.
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-Del vejigón, mi caballero. Es una enfermedad que comienza por una ampolla, a veces del tamaño de un cuartillo, y si no se cruza con unas puntadas de seda carmesí, al día siguiente está del tamaño de un real, y al otro día del de una peseta, y al otro día del de un peso fuerte, y así va creciendo hasta que le da la vuelta al tobillo o a la planta del pie. Es enfermedad de la tierra caliente. Gracias al señor cura, que me vino a ver el martes y me dejó remedios y me regaló con qué comprar unas velas y inedia libra de azúcar.
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-¿Y qué remedio le dio?
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-Me dejó unos papelitos con unos polvitos para tomar en una cucharada de agua, uno todos los días, y me dijo que me bañara con el agua del bejuco que llaman agraz. Pero como a ratos tengo que caminar, porque ya su merced verá que la pobreza no da campo para estarse una guardada...
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-¿Pobreza? con tierras tan fértiles y exuberantes.
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-¿Y qué hacemos con ellas?
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-¿Cómo qué hacemos con ellas? Descuajar todos estos montes y sembrar plantaciones para la exportación, como café, añil, cacao, algodón y vainilla; y no sembrar maíz exclusivamente como hacen ustedes.
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-Muy bueno sería todo eso; pero la pobreza no nos deja hacer nada, y que como no hay caminos, ahí se quedaría todo botado; y no es eso sólo, sitio que los dueños de tierras nos perseguirían. Es bueno que con lo poco que alcanzamos a tener, a medio descuido ya nos están echando de la estancia, haciéndonos perder todo el trabajo ¿qué sería si nos vieran con labranzas de añil, de café y de todo eso?
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-Dígame usted, señora, ¿todos los arrendatarios están tan miserables como usted?
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-Hay algunos que tienen un palito de platanal, y hasta el completo de seis bestiecitas; pero esos viven en guerra abierta con los patrones, porque no habiendo documento de arriendo, el dueño de la tierra aprieta por su lado, y el arrendatario trata de escapar al abrigo de los montes, del secreto y de la astucia. La primera obligación es ir al trabajo el arrendatario, o mandar al hijo o a la hija; y los que se van hallando con platica se tratan de escapar mandando un jornalero, que no sirve de nada, y de esto resultan los pleitos, que son eternos. Mi comadre Estefanía y mi madrina Patricia son tan pobres como yo y padecen como si fueran esclavas. ¿No conoce usted a Rosa?, pregúntele usted lo que es ser arrendentaria, cuando la vaya a visitar.
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-No obstante, un gobierno libre da protección...
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-¡Bonita protección! A mi hermanito lo cogieron en el mercado para recluta y murió lleno de piojos en el hospital; ¡y las contribuciones que no vagan, ya del Cabildo, ya del Gobierno grande de Bogotá! ¡Muy buena me parece la protección! ¡Y esta pata que me duele que es un primor! ¡Madre mía y señora de la Salud!
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-¿No hay educación gratuita en el distrito?
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-No sé qué será lo que su merced dice.
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-La escuela, la enseñanza pública.
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-El señor cura es el que enseña a siete muchachos en la casa; pero yo tendré mucho cuidado de que no me vaya a coger el menorcito, porque es el que deshierba, y el que lorea cuando se enferma la hermana. Y que un pobre lo que gana con aprender a leer es que lo planten de juez y lo frieguen los gamonales.
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A este tiempo dieron las gallinas un revoloteo en el barzal, se aparecieron asustadas, y la estanciera dejó ir a los aires este grito con todas sus fuerzas:
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- ¡Uuuuupi! ¡uuuuupi!
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-¿Qué significa la palabra upi , que no la he visto yo en ninguno de los diccionarios?
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-Como las gallinas se asustan cuando sienten al animal...
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-¿Qué animal?
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-El hurón, el tigrito y el ulamá, que todos comen gallina, y ya no vale ponerles trampa porque están resabiados.
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El que espantó las gallinas fue el cura, abriendo la puerta de talanqueras del lado de la senda, y no dilató en presentarse en el patio diciendo: ¡Ave María! Él, como se ha visto, había desistido de acompañar a don Demóstenes.
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-Adelante, señor cura, que por aquí estoy yo, le contestó éste.
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-Me alegro infinito; pero extraño que usted hubiese venido a dar por estos lados.
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-Perdido, señor cura, perdido.
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-¿Con un baquiano tan selecto? En eso hay algo de incomprensible. Y bien ¿qué halló usted de particular en su correría de la montaña?
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-Plantas preciosas, señor cura. Vea usted la zarzaparrilla, la castaña, el zapote de monte y el incienso; además dos pavas y un zambito. Ayacucho pase usted acá. ¿No ve usted, señor cura, con qué inocencia tan angelical se ha acomodado en las lanas de Ayacucho, en lugar del regazo de la madre? ¡Pobre criatura! Yo soy el verdugo de su madre; pero eso sí, allá en el monte hice mi protesta de abolir la pena de muerte para los zambos. ¡Qué hermosa semejanza la de una madre mujer y una madre zamba! Yo he llorado de lástima, señor cura.
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-Ahora veamos cómo anda la casera de males.
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-Bien, con la ayuda de Dios y los remedios del señor cura, respondió Melchora con admirable tranquilidad.
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-¿Y qué ha habido de mi empeño?
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-Que se lo he dicho varias veces, y se ha hecho sordo. A mí me parece que él no está por esas.
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-Pues entonces hay que separarse.
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-También es trabajoso, señor cura: porque ya su merced verá que él es el que roza y deshierba, y pone sus lazos para adquirir la carnecita.
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-Pero la salvación del alma está primero que todo, y Dios no falta con su misericordia, ni la tierra de la Nueva Granada se niega a sustentar al que tiene manos. Y que yo no encuentro obstáculo ninguno para este matrimonio. ¿Qué ha dicho de lo que le propuse el otro día?
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-Dice que ya pasaron esos tiempos en que no era libre un hombre para vivir con una mujer cualquiera, y que para eso ahí están viviendo juntos muchos solteros en la parroquia, y que así como así, ni la justicia ni el cura le pueden quitar su libertad.
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-¡Hola! ¿Con que ya las doctrinas de Tadeo alcanzan hasta la última choza de la montaña? Porque Tadeo es el que les predica esas doctrinas, y don Leocadio algunas veces. Dígale usted a Dimas que hable conmigo, que yo volveré el jueves, y usted haga todo empeño a ver si se casan en este mes; hágalo usted en bien de la familia, para que se eduquen esos muchachos con alguna regularidad y no resulten perjudiciales al Estado y a las mismas haciendas; porque usted habrá reparado que de estas uniones civiles de los trapiches y las estancias no resultan sino uno o dos muchachos enfermizos, para cuya educación no ayudan los padres: hágalo por la familia, ñuá Melchora.
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-¿Pero qué familia?, el cuba será, porque los dos mocetones, Calixto y Nepomuceno, ya no arriman aquí a la casa, porque su vida es en los trapiches en la semana, y en los gastos los domingos y lunes.
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-Y así andan por ahí todos los mocetones, desde doce años para arriba; y cuando rompen una maza del trapiche, o matan una mula, o queman una falca, entonces se pasa el de la gracia a otro, llevando por certificado de su buena conducta un garrote de guayacán, un tiple y una mujer, y como están escasos los peones, el amo de la tierra lo recibe con los brazos abiertos; y no hay peones porque los mismos dueños de tierras desacreditan el matrimonio y la doctrina cristiana en que se sostiene, pagando los domingos hasta el medio día para que los; peones no puedan ir a misa.
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-Y por lo que es Pía, esa es harina de otro costal, siguió diciendo Melchora, y de buena sangre ahí donde la ven sus mercedes, que si no fuera porque le hicieron el perjuicio los amos de hacerla ir a dormir al trapiche, otro gallo le cantara, porque estaba poniéndose linda como una flor; pero sería que ya le convenía a la pobre de mi hija. Hoy está que no tiene sino una sola mudita de ropa, y el negrito no tiene sino la mera camisita que le regaló su madrina, y hasta enfermo se halla de una enfermedad que padecía ese vagamundo de Pablo, que allá dicen que está en Ambalema con la Angarilla, y no ha sido para mandarle ni una peseta a la pobre de la muchacha. Y yo le quería preguntar a mi amo, dijo a don Demóstenes, si la libertad se perjudicaría mucho con que los jueces lo obligaran a mandarle siquiera cuatro reales cada mes a la pobre, pues de aquí a la ciudad de ciudad de Ambalema no hay sino tres días, y vienen correos todas las semanas a la cabecera del cantón.
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Sería muy justo, dijo don Demóstenes: en los Estados Unidos esa clase de travesuras, y aún menores, se pagan demasiado caro, y en el juicio sumario, la declaración de la misma joven burlada vale por tres o cuatro testigos: allá se estima el honor de la familia mucho más que en esta tierra. ¡Buenos chascos se han llevado algunos traviesos de Sudamérica!
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-Allá hay sanción moral, dijo el cura. ¿Y bien, doña María Melchora, qué le dijo Pía de la confesión?
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-Que le da mucha vergüenza, porque ya está tan grande, y no se ha confesado nunca, y también que lo poco que sabía del rezo ya se le está olvidando.
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-Dígale que repase la doctrina, y que se anime: la confesión es un precepto de la Iglesia, y usted no se debe descuidar en estas cosas; ¿o cree usted que su hija se hará mala por confesarse? ¿Le dije a usted que fuese mala cuando se confesaba conmigo, o cuando escuchaba mis pláticas los domingo?
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-Tiene razón, mi señor doctor; yo le ofrezco que si él se anima a casarse por fin, las cosas de la familia se irán reformando: haga todo empeñito, señor cura. Lo que tiene es que estamos tan pobres.
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-Yo le hago el casamiento de balde, y le doy algo de plata para los gastos.
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-Me suscribo en cuatro pesos, añadió don Demóstenes.
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-Nos iremos, dijo el cura, porque son las cinco de la tarde, y nos coge la noche.
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-Hace luna, y llevan un buen baquiano; aunque hoy se le mojaron los papeles, según parece; bien es que se le habrá mejorado el talento de los caminos y sendas con el fresco de la tarde. ¡Que mi Dios y Señor me los lleve con bien, y que vuelvan a vernos!, dijo Melchora, dándole, dos mil agradecimientos a los dos amigos de la humanidad.
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Emprendieron éstos la bajada, echando a la vanguardia al baquiano y a José, y al monito cargado en Ayacucho, a la retaguardia.
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-Los caminos son muy parecidos a los ríos, dijo el señor cura: el de la estancia del botundo, que viene desde el pie de la peña hasta donde suele ir ñor Dimas a sacar quina y zarza y a cazar osos, pasa por la choza, yendo a dar a la parroquia y de allí va a dar a Bogotá, juntándose, a esta vena otras sendas y caminos. En este mismo orden están las arterias de la civilización de modo que nosotros, hemos llegado a dar con la última vena, en la casa del ciudadano Dimas, que es la última del distrito parroquial por ese lado. Hemos visto cómo comienza el ramal o la corriente de la humana civilización: usted habrá notado la falta de artes y de industria, la penuria de la choza de un ciudadano granadino, guarida semejante al conuco de un salvaje de Opón, que es cuanto puede decirse.
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-Peor, señor cura; yo vi una hacha y un machete pero esto mismo es un descrédito para las luces del siglo XIX, porque yo pienso que una familia de panches no estaría peor alhajada sin haber conocido el hierro.
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-¿Y en cuanto a las ideas morales, qué me dice usted?
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-No sé qué decirle. A mí me parece que han saltado en la casa de Dimas una valla que no se pasa si no con el mucho roce de la civilización. No hay matrimonio, no hay confesión no hay rezo: se han dado muchos pasos hacia la abolición de la teocracia, que es donde termina la ilustración del mundo.
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-Aquí tiene usted un problema social de grandes trascendencias. ¿Ganará o perderá la sociedad granadina con tener la mayor parte de las familias parecidas a la del ciudadano Dimas? ¿Está la familia del ciudadano Dimas muy ilustrada, o se halla más bien en el estado de salvajismo? ¿Han adelantado en ilustración las gentes de esta parroquia todo lo que debieran en los cincuenta y seis años de independencia?
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Las ramas de un curo, que ese mismo día había caído sobre el camino, habían detenido a la vanguardia, y llegando el cura, preguntó al ciudadano Elías:
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-¿Quién taparía el camino?
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-Fue, seguramente, mi compadre Dimas; porque yo había dejado señalada una buena vieja colmena de gallinazas, y él le pegó el corte al palo por manducársela: pero no le hace, que arrieros somos y en el camino nos toparemos. Hoy me colgó también de la pata; pero ésa se la tengo apuntada en mi librito.
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-¿No sabrá el ciudadano Dimas que los caminos son públicos?, dijo don Demóstenes.
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-Está muy ilustrado, dijo el cura, y ha sido dos veces cabildante; pero me parece que está muy lejos de saber y de respetar los más simples deberes de los ciudadanos de una República.
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-¿Y las leyes de policía?, preguntó don Demóstenes.
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Aquí no hay más leyes que los mandatos del dueño de tierras; porque si él quiere, le manda a Dimas que venga y pique las ramas y las haga para un lado del camino, amenazándolo con echarlo de la tierra, si no lo hace, y por la picardía lo hace trabajar una semana, pagándole, se entiende, sus jornales.
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-¡Feudalismo! ¡Feudalismo!
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-Pero ya ve usted la ventaja; y que don Cosme es liberal.
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-Pues es un señor feudal liberal, como creo que hay algunos en el distrito.
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-Pues ya usted verá cómo mañana está destapado el camino, y si el alcalde toma la cuestión por su cuenta, en la calificación de los testigos, en la preexistencia de una hacha, y en la coartada y contracoartada se pasa un mes, y mientras eso, los transeúntes se tienen que bandear por una senda tortuosa, porque ésta es la práctica de la parroquia, y al fin de todo, el que sale ganando tres o cuatro pesos es don Tadeo, que dirige el asunto por la autoridad suprema de gamonal de la parroquia.
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Entre José y su compañero habían hecho una senda muy estrecha con los cuchillos de monte, y por allí pasaron casi a tientas los viajeros de zapatos, porque la claridad de la luna no les bastaba, a causa de las ramas y bejucadas.
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A poco rato oyeron unos gritos a lo que iban caminando por la senda, y luego unos quejidos. Apuraron todos el paso y encontraron a un hombre tendido en el camino, lleno de sangre, y sin movimiento vital en ninguno de sus miembros.
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-¡Qué es esto!, exclamó el cura, ¿quién es el muerto? Es mi tocayo, contestó ñor Elías.
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Puede ser que no haya muerto, dijo el cura, después de examinarlo atentamente, y sacando de su cartera un papelito, le puso sobre la lengua un glóbulo del tamaño de la cabeza de un alfiler.
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