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-Mil gracias, señor -dijo la prisionera-, y reconoció voz de don Aniceto.
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-Creo que puedo salvarla.
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-¡Tanto se lo agradezco, señor don Aniceto!
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-No hay puerta que no se abra con llave de plata.
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-¡Ay, qué gusto! ¿Cuándo, don Aniceto?
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-Puede usted salir dentro de media hora y seguir en el momento al caney de Guayabo con la persona que la saque. Allí no sabrá nadie de usted y lo pasará divinamente, ¿está?
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-¿Y Dámaso?
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-Él puede marchar a la noche en un barquetón que mi casa despacha para Mompos con tabaco superior de plancha libre, ¿me comprende? y yo lo recomendaré con una carta.
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-Entonces si no hay otro recurso me espero a la noche y me voy para Mompos.
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-¿A esos temperamentos?
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-A morir donde él muera, porque así lo tengo jurado.
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-Son exageraciones. En el Guayabo queda usted muy bien.
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-¿No podrá ir Dámaso al caney?
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-Eso de abrigar encausados es muy delicado para los dueños de tierras.
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-No tanto, don Aniceto. Bien que les gusta servirse de los encausados y hasta de los reos que sacan de las cárceles porque les sirvan de balde.
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-Pues le hablo a usted con franqueza, ¿me entiende usted? Las cosas no estaban preparadas sino de ese modo.
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-Pues le doy las gracias. Aquí me quedaré; o iré a la reclusión de Guadas, o iré al cementerio a descansar para siempre, si la fiebre me da estando en este calabozo.
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-No piense usted en esas cosas, preciosa Manuela. Yo estoy pronto a servirle. Cuente usted conmigo. Piense usted el asunto y mándeme a decir con Matea su resolución. Ante todas cosas yo he venido a decirle que me nombre su defensor en la causa. Adiós, yo volveré por acá.
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Pronto estuvo concluida la causa de hurto y rapto, y se presentó un oficio al juzgado en que un individuo reclamaba a la joven prófuga y la mula, presentando los poderes auténticos de los jueces de la parroquia.
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Se hizo comparecer a Manuela para notificarle la resolución, y estando en el juzgado, entró el apoderado que debía hacerse cargo de ella. Era don Tadeo.
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Manuela se puso 4 pálida y no se sabía qué indicaban sus facciones, si rabia o espanto.
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-Usted queda bajo el poder de este señor que la ha reclamado con un poder especial -le dijo el juez a Manuela.
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-Es el enemigo que me perseguía en la parroquia, señor juez; es el gamonal más depravado y más infame. Los documentos que haya presentado son falsificados por su propia mano, porque él sabe falsificar todas las cosas de los juzgados. Cuando me vine de mi parroquia quedaba triunfante de las autoridades; cuanto yo venía por el camino pasó huyendo porque ya se le había vuelto el Cristo de espaldas, y ahora pretende apoderarse de mí, lo que no había logrado con ofertas, ni con amenazas, ni con leyes del cabildo, ni con perseguirme últimamente con los comisarios y los policías. Yo vengo huyendo desde mi tierra por escaparme del poder de este tirano, y ¿tendrán valor los señores jueces para entregarme en sus manos?
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No pudo continuar la víctima porque los sollozos y lágrimas la ahogaban, y entre tanto que se reponía, pidió don Aniceto que se cotejasen las firmas de las autoridades de la parroquia estampadas en algunos documentos oficiales, y declaró el secretario y adjunto que las firmas y la letra eran autógrafas.
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-Queda, pues, la prófuga a cargo del señor Tadeo Forero -dijo el juez, y mandó extender la diligencia por escrito.
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Manuela alzó las manos al cielo, y dijo:
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-Conozco que solo Dios puede librarme de este tirano.
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El comisionado se había levantado del asiento y le instaba para que siguiese. Manuela miraba a los jueces y a la barra, y parecía que meditaba en algún arbitrio supremo, cuando entró Matea al juzgado, y temblando de angustia y precipitación, exclamó:
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-Señores jueces, que se detenga un minuto la resolución. Traigo aquí una carta que sirve para aclarar este asunto, y pido que se lea.
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-Que se lea -dijo el juez-; no hay inconveniente ninguno.
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El secretario leyó, y el papel decía lo siguiente:
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Parroquia de ***
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Señor Judas Tadeo Forero.
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Mi apreciado amigo: - Va el portador con el objeto de que usted se retire inmediatamente de Ambalema, porque las cosas se están poniendo muy malas: volvieron los hacendados a coger la causa que se siguió contra usted por el robo de caballos, y por abusos de autoridad y qué sé yo qué más diabluras. Parece que Manuela y Dámaso se fueron para esa, sin saber que habíamos roto las puertas de la cárcel unos cuantos amigos para sacarlo a usted Y al denodado Juan Acero. Escóndase usted debajo de la tierra porque van a mandar requisitoria. - Mande a su afectísimo compadre y socio que besa su mano.
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-¿Y cómo prueba la señora Matea que sea 5 auténtica la carta?
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-En el archivo, número 6 letra B, hay comunicaciones de esa parroquia, y existen unos oficios pidiendo unas mulas de las expropiadas durante le revolución del señor general Melo, y están escritas y firmadas por el señor Urquijo como alcalde parroquial -dijo don Aniceto.
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-La firma es la misma -dijo el secretario después de registrar el cajón número 6.
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-Hay un indicio grave -dijo don Aniceto-, contra Judas Tadeo Forero, y yo pido que se le prenda mientras que se pone un posta a esa parroquia dando cuenta de lo sucedido, y entre tanto la mujer acusada de complicidad en el robo de la mula debe excarcelarse y yo la fío de cárcel segura con tal que vaya depositada al caney del Guayabo, que es una casa bien caracterizada.
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-¿Y qué se hace con el acusado por el hurto y rapto? -le preguntó el secretario al señor juez.
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-Que siga en la cárcel hasta que pruebe cómo ha adquirido esa mula.
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-Yo quiero quedar en la cárcel, señor juez, favor que pido como desgraciada, como perseguida, y como débil. Yo deseo permanecer en la cárcel todo el tiempo que tarde en aclararse este asunto.
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-Yo me opongo -dijo el defensor-, porque sería una injusticia de que se hablaría después, y con razón. Estoy por el depósito.
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Se quedó el juzgado en silencio por unos minutos. Conferenció el juez en el solio con uno que otro que se acercaba, mientras que Manuela estaba sentada en el banco, sostenida por Matea porque ya no podía resistir a los golpes diversos que estaba recibiendo. Al fin dio el juez la sentencia de este modo.
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«Hágase cargo de la acusada el señor Aniceto Rubio con tal que la deposite en una casa de respeto. Permanezca preso el acusado, mientras que vuelve el posta de su parroquia y del juzgado del circuito; quede en calidad de retenido el señor Judas Tadeo Forero, y lo mismo el señor Juan Acero».
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Manuela se resistió a salir de la cárcel, y conmovidos los jueces de sus lágrimas, le concedieron veinticuatro horas de plazo. Consultada por Matea sobre su resolución, le contestó:
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-Prefiero estar junto de Dámaso, aunque sea con una pared de por medio, y escuchar sus recados por medio de usted y oír el murmullo de su voz; prefiero el encierro de este calabozo a la molestia de oír los ofrecimientos y las propuestas que me vengan a hacer los protectores de la humanidad; y con respecto a los ofrecimientos de don Aniceto yo le digo la verdad, que no sé a cuál le tenga más miedo, si a don Tadeo o a don Aniceto; porque hay ciertos dueños de tierras que creen que tener un puñado de tierra o un mundo de tierra los autoriza para decidir de los precios de las cosechas, de la suerte y del honor de las estancieras y de las sentencias de los jueces. Te digo la verdad, Matea, que de un dueño de tierras déspota y arbitrario y de un gamonal astuto yo no sé con cuál me quede. Por eso he pedido por favor que me dejen en la cárcel. Y por otra parte quiero librarme de las impertinencias de mis apasionados, si es que no me obligan a ponerme bajo la autoridad del dueño de tierras. ¿Qué haría con el cuarto ocupado a cualquier hora por todos los que tuviesen a bien visitarme? ¿No sabes que los proteccionistas o protectores nos tratan poco más o menos a las descalzas, aunque en esta clase no faltan algunas que sean honradas; o es que también estás pensando en los cuentos de la igualdad como mi huésped don Demóstenes?
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Manuela fue restituida al calabozo por favor del juez, que se compadeció de su suerte y de sus lágrimas. Matea dio cuenta de todo a Dámaso por la reja de la cárcel, don Aniceto se mostró muy admirado de la estupidez de Manuela y seguía empeñado en proteger a la cómplice del delito de hurto, cuando se apareció en el puerto un amigo viejo de Matea, la cual lo conoció al saltar de la barqueta y le preguntó el objeto de la ida, y éste después que le pasó la sorpresa de ver a la hija de la manca Estefanía adornada de panderetas y sortijas de oro, y de muy buen vestido aunque no estaba de tiros largos ese día, le dijo:
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-Vengo de posta a traer las requisitorias para que metan a la cárcel a ese pícaro de Judas Tadeo y al infame ladrón de Juan Acero.
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Matea condujo al posta al juzgado, y con gritos que fueron oídos por don Tadeo y por toda la gente, iba diciendo:
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-¡Viva la justicia del cielo! ¡Aquí están las requisitorias para prender a Tadeo Forero y a Juan Acero, como reos prófugos! ¡Viva mi paisana Manuela!
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La gente se agrupó en los corredores y salas del juzgado, y en presencia de todos dijo el juez:
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-Queda libre Dámaso Bernal de todo cargo, queda expedita Manuela Valdivia para tomar el camino que quiera. Tadeo Forero y su compañero Juan permanecerán en la cárcel como reos prófugos convictos de horrendos delitos en su tierra.
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Don Tadeo presentó un escrito atestado de citas de la Recopilación Granadina, protestando contra la sentencia, tratando de tiranos a los jueces y de muy poco premunidos contra las influencias de los señores feudales, y por eso fue puesto en el cepo con dos agujeros de por medio.
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Manuela compró unas piezas de loza de porcelana para los regalos de las amigas, guardó en su petaquita de vena de palmicha la sortija de oro que Matea le mandó a su hermana Rosa, se despidió de Rufina y de las otras compañeras, y bajó con Dámaso y Matea al puerto de las balsas, y allí se embarcó, después de mil abrazos y de mil protestas de gratitud para con la generosa y decidida Matea, que tanto le sirvió en sus trabajos.
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Al ocultarse Manuela detrás del amarillento barranco del puerto se paró en la margen e hizo el último saludo a Matea batiendo su pañuelo, a lo cual contestó su libertadora agitando su pañolón colorado, que se quitó para el efecto.
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Ahora nos resta explicar algunos acontecimientos como por vía de apéndice.
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La carta del señor Matías Urquijo, que unos salteadores debían tener en su poder, según el testimonio de ñor Elías, no estaba sino en el poder de ñor Dimas, y éste viendo que pasaban tres días sin que sus coparroquianos volviesen de la ciudad, temiendo que la fiebre ambalemera, como la llamaba él, hubiese dado cuenta de ellos, dejó muy recomendada la mula que estaba cuidando, y pasó el río, y por señas fue a dar al cuarto de su paisana Matea; y sabiendo en las que andaba su pobre paisanita, le dijo a Matea que él tenía una carta para don Tadeo, que tal vez daba algunas luces sobre el asunto, y por eso fue que ella corrió al juzgado a presentarla.
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Manuela volvió a posar a la Ceiba, y allí le refirió a su tocaya todas las bondades del dueño de tierras, esto es, de don Aniceto.
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Ntilde;or Dimas arrimó de pasada a recoger los garrotes de guayacán pero no los halló, y después de observar con cuidado, concluyó sus cálculos jurando para sus adentros que su compadre le había hecho el contrafómeque, a pesar de haberlos dejado traspuestos y muy bien escondidos.
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Volvió Manuela a la posada de la choza de las tres hermanas. El sordomudo le dio a entender que las mulas que habían pasado la noche que ella se quedó en la casa las habían vuelto a pasar para el lado de la sabana y que un hombre había pasado con tres garrotes de guayacán al hombro.
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Tuvo la destreza de darle a entender que era muy linda, que él se iba a quedar muy triste por no poder acompañarla, y en suma, que estaba enamorado de ella. No sabemos si los sordomudos y los simplemente bobos tienen más pronunciado el órgano del amor, o es que el ocio de sus facultades mentales y de sus fuerzas físicas los inducen a la galantería.
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En la parroquia se acababa de saber que Manuela había sido precisada a huir para Ambalema y era extremado el afán de doña Patrocinio, de don Demóstenes y de todos los de su partido; pero supieron su llegada con anticipación de cinco horas y la esperaron con voladores y música. Era el triunfo del partido a fuerza de persecuciones y de alboroto; Manuela se hizo la víctima parroquial, que representaba las ideas de todo un partido, que al fin se llamó manuelista por la misma razón.
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Llovieron los parabienes y las visitas en la casa de la señora Patrocinio, y hasta el cura se congratuló con sus vecinas por la pronta vuelta de la novia perseguida; pero le hizo presente a doña Patrocinio la conveniencia del casamiento dentro de quince días a lo sumo.
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La libertad se sentía, se palpaba en la parroquia aunque los hacendados gobernaban, porque había verdaderas garantías, las que dan la justicia, la moderación, la inteligencia y la decisión por la estabilidad de las sanas doctrinas, y de la paz ante todas cosas. Había caído la república ficticia de don Tadeo, que no era otra cosa que la tiranía encubierta con el velo de la democracia, porque tal había sido la astucia de aquel gamonal, que por desgracia no es el único en nuestros pueblos.
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Los pueblos que no sean iluminados por la luz completa de la libertad vivirán en la miseria de los lapones que no ven la luz soberana del sol, sino a largos intervalos de tiempo. Cuando a los cambios de los gobiernos se siguen las fiestas y cesan las persecuciones y los conatos de la reacción, se puede asegurar que el cambio, si no era absolutamente justo y necesario, era por lo menos popular. Esto fue lo que sucedió con la caída de don Tadeo. Todo el distrito rebozaba de alegría, con excepción de los tadeístas, los cuales refundidos en el goce común de las garantías, no tenían sin embargo por qué turbar la alegría de la parroquia.
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Manuela brillaba con la dicha del noviazgo, que es la candidatura del puesto más elevado de la mujer; Dámaso cruzaba la calle del Caucho a la luz del día; la marrana de Manuela se revolcaba en todos los pantanos de la parroquia y sus ejidos; y el burro carguero rebuznaba y corría por las calles como si jamás hubiese conocido a los policías. Los parroquianos se reían, comían, bailaban y conversaban sin temor de los esbirros ni de los espías. La libertad se sentía en el bienestar de los ciudadanos, tanto descalzos como calzados, aunque don Demóstenes no la predicaba ahora como lo hacía pocos días antes don Tadeo, suscitando el odio de los ciudadanos de quimbas contra los ciudadanos de botas fuertes. La libertad era un hecho que se sentía por todos, como se siente el calor del sol aun por los que son ciegos de nacimiento.
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Después de haber estado Manuela escondida en el zarzo, asilada en una roza de maíz, y presa en un calabozo de la ciudad de Ambalema, su familia, sus amigas, su lavadero y su libertad la tenían ahora extasiada. Recibía frecuentes visitas, en todas las cuales tenía ocasión de relatar algo de su viaje al Magdalena.
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Un día después de volver del charco del Guadual se hallaba Manuela en el dintel de la puerta de la sala, con vista a la calle y a la hamaca, donde estaba leyendo su amado libertador, y luego que éste cerró el libro por haber terminado un párrafo interesante, le dijo ella:
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-¿Y para qué estudia usted esos libros de amores?
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-¿Cómo, para qué?
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-¿No tiene hartos amores verdaderos para divertirse, sin echar mano de historias que sacan de su cabeza los que no tienen oficio?
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-¿Yo amores? ¿Y hartos amores? ¡Vaya una ocurrencia bien estrafalaria la tuya!
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-¡Ajá! ¡No tiene usted amores de número 1, de número 2, de número 3, y de número 4!
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¡Así se ha de conversar!
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-¿Y me lo niega?
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-Te lo niego; y así son todos los cuentos de las mujeres.
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-¿Y lo que vemos, y lo que oímos?
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-¡Ilusiones!
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-¿Es decir que usted me niega los amores de la catira de Bogotá?
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-Esos se acabaron, porque ella se denegó a seguir mis opiniones religiosas; ¿no te lo dije?
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-¿Y mi señora Clotilde, la del Retiro?
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-Eso no tuvo efecto. ¡Imposible, estando de por medio Juanita, que se quiere vengar de sus calabazas en cada amante que ve! Y luego la muerte de la guacharaca y la expropiación de la mantequilla, y la vergüenza que tuvo Clotilde de salir con un tambor cruzado por el comején, y mis manos sucias con la mugre de las manos de Rosa: todo parece que lo hizo el diablo en ese día de la visita.
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-¡Válgame Dios! No sea usted tan perro. Pero vamos adelante con la cuenta. ¿La catira de la parroquia?
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-¿Cuál catira?
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-Mi prima.
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-¿Cuál prima?
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-¡Ahora sí! ¿Conque usted no conoce a Marta?
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-¿Marta? ¿Qué hay con Marta?
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-Usted sabrá; usted que ya no quiere salir de su casa.
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-¿Yo?
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-No: Ayacucho.
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-¿Conque yo no quiero salir de la casa de tu tía Visitación? Pues que se publique en la crónica de la parroquia.
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-Los hombres todo lo embrollan por hablar más que nosotras; ¡pero como en hablar no consiste que una cosa sea cierta o falsa! ¿Y qué me dice usted de la hija del sacristán, que es el número 4?
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-¿Paula?
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-Paula, la cándida Paula, la inocente Paula. Lo que yo no comprendo es cómo usted quiere quitarle su modestia y su inocencia después de tantos elogios como usted nos ha hecho de la niña Paula. Conque ya usted ve que tiene amores así, dijo Manuela, y juntó todas las yemas de sus dedos en un solo punto, y luego los dispersó por el aire.
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-Esos no son amores, Manuela -dijo don Demóstenes, empujando la hamaca con el tacón de la bota.
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-Serán quinchones, entonces.
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-Son los deberes comunes de la amistad, o cuando más, los rasgos de galantería que la urbanidad prescribe. Lo cierto es que no hay reglas para conocer cuándo las manifestaciones son de amor.
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-Pero tampoco hay reglas para conocer cuándo no son amor. Y así, entre cariño y urbanidad y amistad, como usted dice, va marchando el amor a la sordina.
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-¡Déjate de cavilar! Lo que tú dices lo dicen otros, y no por eso es la verdad. Eso de Marta hasta peligroso me parece, porque el padre es más intolerante que un arzobispo.